Wednesday, July 17, 2013

Incubbus I.- Ne dicas nomen tuum



Intenté no resistirme, pero en el último momento comencé a llorar como un bebé y a berrear:
-          No me dejes. No te vayas. ¡No me dejes aquí! ¡Papá! –gritaba mientras pretendía zafarme de los guardias. Pataleaba y me revolvía como un cerdo acorralado.
   Sin embargo, él se fue con el dinero y la seguridad de que recibiría un sueldo de mi parte cada primero de mes. Era tan cruel… Había oído miles de historias sobre el castillo del hijo bastardo del Conde. Y lo peor era que todas ellas eran ciertas. Yo misma había visto a chicas más jóvenes que yo salir de allí con el rostro desfigurado o tullidas. Ninguna de las criadas de la bestia duraba más de un mes.


   Hubiese preferido ser vendida como ramera o como criada de la prisión. Había tantas torturas peores qué no podía pensar en qué le había hecho yo a mi padre para que me dejara en tal lugar. Eso fue lo único que pensé durante mi primera semana en el castillo, en las mazmorras. No saldría hasta que jurara fidelidad al “Lord”; y no tuve más remedio que decirlo en voz alta, entre lágrimas y rodeada de cadáveres de los que no se habían atrevido a jurar.

Quemaron mi ropa de campesina y permitieron que me aseara en el baño de las criadas antes de entregarme mis nuevas vestiduras. Oficialmente, ya formaba parte del servicio del castillo de la amante del Conde, Lady Anne.
   Me recogí el pelo en un moño y me adentré en la cocina que teníamos las criadas del Lord para nosotras solas, anexa a nuestras habitaciones y nuestro baño. Los otros criados del castillo no tenían tantos “lujos”, pero tampoco tenían que servir al engendro. Lo que teníamos en común todas era lo jóvenes que éramos, a excepción de un par de ancianas (de casi cuarenta años) que trasteaban con las cacerolas mientras el resto repartíamos platos y cubiertos por la robusta mesa de madera que gobernaba el lugar. A partir de aquel día comería dos veces, una a la mañana y otra a la noche, a base de pan y sopa con un pedazo de carne dentro. Todo nuestro dinero iría a nuestras familias, y nosotras viviríamos en la miseria, con la angustia constante de no saber si viviríamos para ver el mañana.
   No pienses, me decía mientras veía cómo mis manos temblaban como hojas en invierno. Casi se oía el repiqueteo de mis zapatos en el suelo de piedra a causa del temblor de mis piernas. Tenía tanto miedo… Había oído que el Lord era grotesco y deforme y que lo tenían encerrado en su habitación. Decían que había matado a innumerables guardias y doncellas del castillo.
-          Mireille –me llamó una de las ancianas.– Te encargarás del aseo de Lord Claud –me informó con pesar.
   Ya conocía a aquella mujer. Lady Anne en persona me la había presentado un par de días antes con el nombre de Adèle, la mujer que se había dedicado a organizar a las criadas del Lord desde que este había nacido. Había sido su niñera y, tras descubrirse que el joven era una bestia, seguía encargándose de cuidarlo. Parecía mayor de lo que era, con grandes bolsas bajo los ojos azules y medio blanco el cabello que antes era rubio. Su piel había perdido la lucidez y elasticidad propias de la juventud y se habían ido formando manchas en los brazos y el cuello. Aun así, se intuía que era una mujer fuerte, no más alta que yo pero sí más robusta, experimentada. Aprendería mucho de ella, que era la única de nosotras que no tenía el miedo clavado en los ojos.
-          ¿Mireille? –se preocupó ante mi silencio; y la miré en respuesta. Mi voz se estaba cavando una tumba en lo hondo de la garganta. Adèle me miró con compasión.– Olive, la encargada de la alimentación, te acompañará –me explicó, y señaló a una muchacha que entraba en la estancia– y te explicará en qué consiste tu función. Hoy está nervioso y Lady Anne quiere que acabemos rápido para que las Colectoras lo tranquilicen. Olive –la llamó, y la chica asintió.
   La observé echar el contenido del cubo que llevaba en mano dentro de una cacerola y colgarla sobre el hogar para hacer hervir lo que fuera que estuviera dentro. Su olor era tan profundo que no me atreví a mirar y, como yo, la chica llamada Olive parecía no estar acostumbrada al olor. Sus ojos grisáceos estaban hundidos en sus cuencas y toda ella estaba en los huesos. Se le marcaban los pómulos y los labios eran finas líneas. La piel, tirante sobre los huesos, había adquirido un tono ceniciento y su cabello, negro y largo, había perdido lustre y tenía muy poco volumen. La angustia la había convertido pero, aun así, podía apreciar su antigua belleza.
   Antes de que pudiera reaccionar, ya había echado una parte del líquido en una copa y esta en una bandeja con cubierta. De seguido, se había adentrado en los enormes pasillos del castillo con la bandeja en perfecto equilibrio sobre sus manos mientras yo transportaba como podía el enorme barreño de agua caliente y una bolsa con jabón y una toalla.
-          Debes desvestir a Lord Claud, asearlo y llevarle la ropa a la lavandera –comenzó Olive.
-          Bien –respondí. Notaba el corazón bajo la garganta y un dolor muy profundo en el estómago que casi me hacía vomitar.
-          No dejes que te toque –me advirtió.– Y no digas tu nombre frente a él ni cerca de sus aposentos.
-          ¿Por qué? –Y se detuvo en seco.
-          No-digas-tu-nombre. Jamás –repitió.– La última chica que ocupó tu puesto se lo dijo y a la mañana siguiente estaba muerta. Nuestro Lord es un íncubo. –Se santiguó y besó la cruz que reposaba sobre su pecho, colgada de una cuerda.
   Yo no sabía qué era eso exactamente pero tampoco quería preguntar. Extrañamente no me chocó tanto la muerte de mi predecesora como las otras de las que había oído hablar. Morir mientras se duerme no debe ser tan malo. Prefería eso al dolor de ser mutilada. No le digas tu nombre. Que no te toque. Haz tu trabajo. Si hacía lo que debía y volvía a la cocina, podría estar tranquila hasta el día siguiente.

No tardamos demasiado en llegar al pasillo de la última planta. El agua se estaba enfriando… La próxima vez la pediría más caliente. Allí no había guardias y todo estaba oscuro. Era como viajar a un mundo completamente distinto dentro del propio castillo.
-          Oli// –comencé a decir, pero una bofetada suya me detuvo.
-          ¡No digas mi nombre, idiota! –gritó en un susurro, medio llorando y con la vista clavada en la puerta de los aposentos del Lord.– Entraré yo primero para alimentarlo y, cuando salga, vas tú –me indicó. No se me pasó por alto que se refería a Lord Claud como si fuera un animal.
   Y entró. Me quedé sola en el pasillo y finalmente pude desmoronarme. Dejé el barreño en el suelo y me senté abrazándome las rodillas. Casi no tuve tiempo de comenzar a llorar cuando oí un grito y Olive salió corriendo como una loca de la habitación.
-          ¡Sabe mi nombre! ¡Brujo! ¡Maldito! ¡Demonio! –vociferaba mientras huía como una poseída. Parecía que corriera frente a la misma muerte, y yo temí por lo que me sucedería en aquella cámara oscura.
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