Wednesday, July 17, 2013

La bestia de ojos azules

Salté de la cama ahogando un grito. La pesadilla me había hecho despertar entre lágrimas: había visto morir a toda mi aldea. Mi padre, mi madre, mi hermano, mis amigos,... Jude. La sal seca del llanto se había endurecido en mis mejillas, que me escocían, obligándome a salir de la pequeña cabaña que era nuestra casa para lavarme la cara. El valle...
   Había visto como todo él se llenaba de agua, sumergiendo por entero aquel lugar en el que había vivido durante casi diecinueve años. Pero no había sido el agua la que había acabado con todos mis seres queridos, no. Una bestia de ojos azules y brillantes les había arrancado a todos el corazón, tiñéndolos de un azul similar al de sus iris con sólo tocarlos... Todo había sido tan escalofriante que apenas me atreví a mirar el templo que vigilaba todo el valle. En mi sueño lo había visto en llamas cerúleas y verdosas como el mar embravecido.

   Me senté en los escalones de mi casa y miré las estrellas y la luna que, huidiza, se escondía de mí tras las nevadas crestas de las montañas. Las nubes nocturnas parecían chocar contra ellas y estallar en forma de copos de nieve. Pronto llegaría el invierno y, con él, la largas noches junto a la chimenea; así que tendríamos que empezar a reunir leña con papá y hacer confituras y otras conservas con mamá y… también tendríamos que hacer la ofrenda al santuario. El sacerdote había dicho que serían necesarias tres terneras para aquel invierno, pero yo sabía que era mentira porque más de una vez lo había visto quedarse con parte de las ofrendas para sí mismo.
-         ¿Francesca? –me llamó una voz familiar. Nunca había tenido miedo de lo que pudiera haber en el pueblo de noche, pero tras el sueño no pude evitar un sobresalto innecesario.- ¿Te he asustado? –me preguntó Jude, con los ojos vestidos de culpabilidad.- Perdona. Te he visto y he pensado en pasar a// ¿Qué te ocurre? –se asustó al verme llorar.
   Después de intentar olvidar la pesadilla, sólo con ver los ojos brillantes de Jude volvía a sentir un nudo indisoluble en el estómago que me tensaba los músculos de la cara y me hacía crear perlas líquidas, que caían al suelo como piedras y se fundían con la tierra. En la parte interior de mis párpados tenía el sueño grabado a fuego. Había visto sus ojos, ahora brillantes y oscuros como la noche, nublados y sin vida como los de las terneras muertas, abiertos de par en par, acusadores. Su tez, morena de nacimiento, había palidecido hasta quedar de un color gris y violeta, marchita. Y su corazón, que palpitaba alocado mientras consolaba mi llanto, había estado momentos antes en su mano y teñido de sangre azul brillante.
-         Lo siento –sollocé mientras abrazaba con fuerza su pecho e intentaba contener las lágrimas.- He tenido una pesadilla de la que no me podía despertar… Creía que todos habíais muerto… -lagrimeé, hipando y teniendo fuertes convulsiones que no podía reprimir.
-         Tranquila… -me consoló mientras mecía mi pelo y acariciaba mis brazos entre los suyos.- Todos estamos bien –aseguró.
-         Te amo –le dije, a la espera de unas palabras diferentes esta vez.
-         Lo sé –respondió, como siempre. Jude nunca me había dicho lo que sentía por mí, aunque con sus actos me demostraba que, como mínimo, sí me tenía cariño.
-         No, no lo sé –me enfadé, de nuevo. Él me cogió por la barbilla y dijo:
-         Enfadada estás bellísima, Francesca –sonrió, acariciando suavemente mi ceño fruncido con su áspero pulgar. Su otra mano, igual de fuerte y áspera de los años de trabajo, me mantenía apretada contra su cuerpo. Su corazón latía desbocado, pero eso tampoco me demostraba que me quisiera. Podía ser simplemente pasión o lujuria.
-         Y tu eludes mis preguntas –seguí en mis trece.
-         No has hecho ninguna –me recordó, y comenzó a buscar algo en su bolsa.
-         Jude… -me apené. Sabía lo que pasaría ahora.
-         Te he traído liebres y leche para tu hermano –me ofreció, y se me derritió el corazón. El viento mecía su melena, de color miel, y los largos mechones ondulados casi le ocultaban esa sonrisa triste tan propia de él. Esa sonrisa que me atrajo y me enamoró hasta lo más profundo de mi ser.
-         No hace falta que me traigas cosas –mentí.
-         ¿Es porque soy un nómada? –dio en el blanco. La pena en sus ojos se acentuó, como si lo hubiera rechazado por completo, como si lo hubiera decepcionado.
-         Mis padres se niegan a comer lo que nos traes –me disculpé.- No siempre puedo mentirles sobre de dónde saco la comida. -¿Por qué tenía que ser así? Las cadenas que me ataban a mi familia me obligaban a rechazar a la única persona que me aceptaba tal y como era.
-         No importa –mintió, la sonrisa no le llegaba a los ojos.- De todas formas tienes que entrar en casa –concluyó, y se levantó para ponerse en marcha de vuelta al campamento de su gente. El sol comenzaba a aparecer tras las montañas.- Tu hermano llora –fue lo último que dijo antes de marcharse.
-         ¿Luka? –me sorprendí. Cogí el saco que Jude me había dejado y entré corriendo en casa. Arriba, mi hermano de diez meses lloraba. No entendí cómo él había podido oírlo cuando yo apenas podía escucharlo desde la entrada; pero no había sido la primera vez.

Mientras mecía al niño entre mis brazos, la leche que Jude me había traído hervía en el fuego para limpiarla y un gallo cantaba al alba. Con la ayuda de un trapo, saqué el cazo del fuego y lo metí en una olla con agua fría del pozo para enfriar la leche. Después, la vertí en una calabaza seca para que Luka pudiera mamar de ella mientras lo dejaba en la silla de madera que papá le había hecho.
   Despellejé los conejos que Jude me había traído, pues él ya los había sangrado, e hice un estofado con algunas verduras de nuestro huerto, uno de los pocos sustentos que nos quedaban tras la lesión de mi padre en la pierna y el hecho de que mi madre no pudiera trabajar en el campo para cuidar del bebé. Yo únicamente podía cuidar de todos y aprovechar los ratos libres para cuidar el huerto y las gallinas.
   Cada vez que creía haberlo olvidado, el sueño retornaba a mí y se enganchaba a mi mente como una sanguijuela. Me sentía cansada, pero ya pensaba en intentar salir de caza con el arco y las trampas de mi padre. No tenía mala puntería y con un poco de suerte podría atrapar un ciervo o un jabalí. Sin un perro, no podría atrapar liebres, pero el paseo me serviría para hacerme con algunas hierbas contra los males comunes. Aprovechar el tiempo era lo único que sabía hacer; y ahora que faltaban tres días para el día de la ofrenda, el día de la matanza en mi pesadilla, sentía que tenía que hacer aún más cosas. Sentía que la vida tal y como la conocía se acababa.
   Cuando abrí la ventana para dejar entrar un poco de aire fresco, me quedé estupefacta. En medio de la calle que bajaba a la entrada del pueblo había dos ojos azules y brillantes, salvajes como los de una bestia, mirándome con fijeza. Mi cuerpo comenzó a temblar y sentía ganas de gritar. Las lágrimas volvieron a recorrer mis mejillas doloridas, pero no por miedo.
   Al mirar el rostro que enmarcaba esos ojos azules y brillantes, vi el mío propio reflejado en un espejo roto que alguien había dejado en la calle. La sonrisa de ese otro rostro, de esa otra yo, sonreía mientras yo lloraba. Dentro de poco algo iba a estallar dentro de mí; y no sería capaz de controlarlo.

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