Prólogo.- La ciudad ideal
Tudexqui. Oficialmente, un Paraíso. Este es mi hogar, donde nací y crecí.
Las calles están limpias y los edificios no superan los tres pisos de altura
(aunque la mayoría de edificaciones son casas unifamiliares). El ayuntamiento
tiene una enorme plaza donde la gente se reúne y en la periferia de la ciudad
hay todo tipo de plantaciones, incluso un molino. Si reflejaran esta ciudad en
un manga shoujo, seguramente todo brillaría y se mostraría romántico y
perfecto. La gente es amable y todos nos conocemos perfectamente. Una mañana de
compras puede durar todo el día y no importa. Así es la vida aquí: tranquila,
simple y agradable. En resumen: aburrida.
El mejor día de mi vida
fue la feria del 24 de junio de mis cuatro años (en realidad, es el primer
recuerdo del que tengo constancia). Aquella noche todo el pueblo vio como, a la
luz de la luna y los petardos, el alcalde se convertía en un hombre lobo. Todo el mundo salió corriendo,
pensaréis. Pues no. Todos nos quedamos mirando al extraño animal en el que
nuestro alcalde se había convertido. No sé si la televisión nos ha convertido
en gente insensible o es que la población de Tudexqui tiene horchata en las venas
en vez de sangre.
El caso es que allí nos
quedamos, sin hacer nada más que mirar, cuando el jefe de policía salió de
entre el gentío y disparó en la cabeza al alcalde. La sangre salió a chorro de
su cabeza y todo el público de la primera fila quedamos bañados en rojo. Sin
importarle lo más mínimo, el jefe de policía se nombró guardián del pueblo y
nos ordenó seguir con nuestras vidas normalmente.
Desde entonces, otros
seres han ido apareciendo en las calles de nuestra ciudad: perros del infierno,
brujas, vampiros, duendes, algún que otro fantasma,… Y todos han sido
machacados por el guardián. Más de un día me he quedado sentada en un banco de
la plaza para ver cómo un zombi paseaba por la calle mientras los transeúntes
lo ignoraban hasta que llegaba el guardián. Es lo único que me distrae, la
verdad.
Supongo que, dejando los
monstruos de lado, nuestra ciudad se diferencia de otras porque no hay ni una
sola persona a la que le gusten todas esas cosas (fantasía, hadas,
inmortalidad, etc.). Bueno, estoy yo. Pero lo que yo quiero no es convertirme
en uno de ellos. Quiero convertirme en él: en el guardián. Desde que lo vi
acabar con el alcalde que he querido ser la siguiente en ocupar su puesto. Hago
artes marciales, tengo licencia de caza (lo bueno de tener un bosque a las
afueras de la ciudad) y sé todo lo que hay que saber sobre los monstruos.
Además, soy la única que le habla.
Podría decirse que el
inconveniente de ser guardián es que te conviertes en un fantasma para la
ciudad. Todo el mundo te ignora e ignora tu trabajo. Ni siquiera te lo
agradecen. Por eso estoy segura de que, si el viejo señor Llorca se jubila un
día de estos, me elegirá como su sucesora. Cada vez que termina su trabajo le
doy las gracias por todo lo que hace y le ayudo a limpiar las armas y las
calles. Después, le acompaño a su casa y le hago la comida para que deje un
poco los platos precocinados.
Ahora estoy estudiando cocina, uno de los pocos títulos que podría
sacarme en esta ciudad lejos de todo después de acabar el instituto. Por lo
menos, hasta que el señor Llorca lo diga, voy a estudiar y a trabajar en la
cafetería restaurante de Mami (que está en la plaza del pueblo). Sigo viviendo
con mis padres pero eso no me molesta. Tampoco me molesta no tener “amigos” ni
novio ni nada por el estilo. Sólo quiero ser guardiana y cuando me lo imagino
no puedo parar de sonreír.
De repente, una mañana tranquila de finales de invierno el señor Llorca
no salió de su casa. A la mañana siguiente lo encontré muerto sentado en su
sillón. No lo habían matado y supe que había muerto en paz. Como una vela, se
había apagado y no había nada que pudiera hacerse. Llamé al hospital e informé
a la policía porque sabía que se tenía que hacer. Después de tantos años, ahora
que había muerto todo el mundo parecía recordar al viejo Pablo Llorca y a todos
les apenó su muerte. La nueva alcaldesa costeó su incineración (eso ponía en la
servilleta junto a su última copa de whisky) y yo misma me ofrecí a esparcir
sus cenizas alrededor de su casa, tal y como él quería.
—
No será necesario –dijo alguien tras de mí.
Me di la
vuelta y vi a un hombre que no había visto en mi vida. Pelo castaño oscuro,
áspero y grueso. El flequillo se le apoyaba en las gafas de sol y, tras ellas,
unos ojerosos ojos oscuros como la noche parecían no conocer el miedo. Aunque
no soy bajita, a su lado me sentía pequeña y flacucha. Todo él irradiaba
agresividad y, a la vez, control absoluto. Si tuviera que describirlo con una
palabra, diría “psicópata”. Demasiado frío y observador. Lo miraba y todo mi cuerpo me decía que
tuviera cuidado con él.
—
Soy el nuevo guardián –se presentó, con una voz
grave y áspera como una lija, antes de intercambiarme la pequeña urna de
aluminio por una carta escrita a mano por el señor Llorca.
En ella le
pedía a ese hombre, llamado Robert Bofill, que se encargara de cuidar de
Tudexqui por él. ¿Qué debía hacer yo? ¿Qué se suponía que tenía que decir? En
pocos segundos aquel tío salido de la nada había humillado, pateado y
destrozado la gran aspiración de mi vida. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo podía
mandarlo a la mierda?
—
Gracias por su trabajo, señor Bofill –fue lo
único que salió de mi boca, junto a una reverencia propia de un empresario
destinado a soportar a un cliente con mucho dinero y pocos modales.
—
¿Cómo te llamas? –quiso saber, y lo miré
extrañada−. El viejo no decía nada de ti en la carta. Se supone que nadie en el
pueblo debe hablarme –explicó. Y supuse que la que tenía entre las manos no era
la única carta que había recibido de Llorca.
—
Ángela Calavia –respondí−. Enhorabuena por su
nuevo trabajo y espero que no se sienta solo.
Y, sin más,
me marché. ¿Qué otra cosa podía hacer? Lo mejor era olvidarse de ser guardiana
y centrarme en la cocina, que tampoco se me daba mal. Si aquel tío era la mitad
de bueno que el señor Llorca duraría muchos años y yo tendría una vida
“normal”. Algo en el fondo de mí me decía que le matara allí mismo con el
machete bajo la chaqueta de motero, pero me calmé.
Capítulo 1.-
Incapaz de resistir la tentación
Mientras veo cómo los zombis son aplastados, descabezados y
machacados por el nuevo guardián, el café de la taza de la “señorita” Rivera
amenaza con derramárseme. Yo debería
estar ahí ahora, maldigo internamente. Por mucho que intente concentrarme
en mis estudios y trabajo actual, veo al nuevo guardián trabajando y me pongo
enferma. Me entran unas ganas tremendas de salir allí y matar yo misma al zombi
que se le acerca por detrás; pero en cierto sentido quiero que se lo coma para
poder quedarme con su puesto. Soy cruel, lo sé, pero no puedo remediarlo.
—
¿Ángela? –me llama repelentemente la “señorita”
Rivera, y dejo finalmente el café en su mesa−. ¿Cómo puedes trabajar aquí
cuando estás todo el día en las nubes?
—
Lo siento. ¿Por
qué no te conviertes en zombi para que pueda meterte la cabeza en la freidora?
–Normalmente no pienso en matar a mis vecinos, pero esta mujer me puede.
Vuelvo a la
barra para reponer bagels rellenos de beicon, lechuga y tomate y, al darme la
vuelta, ahí está él. ¿De verdad espera
que le sirvan algo?, me pregunto. Se sienta en la barra y me mira fijamente
por encima de las gafas de sol. Por su parte, los clientes hacen como si no
hubiera entrado. Los únicos un poco tensos son Mami y Juan, que no saben qué
harán si el guardián decide pedirles algo de comer.
Ante su
atenta mirada, vuelvo tras la barra para fregar los platos e intentar hacer lo
que hace todo el mundo: vivir normalmente. Lo cierto es que no sé quién se
inventó la regla de hacer que el guardián fuera un fantasma, pero parece que
Llorca no le dijo a este tío que debía evitar molestar a la gente. O eso, o no
quiere darse por enterado.
—
Ya me acuerdo de ti –me dice el guardián, y sin
querer lo miro. Por suerte, me contengo las ganas de mandarlo a la mierda. ¿Qué tendrá? ¿Treinta años? No está mal del//
Mierda−. Pablo decía en sus cartas que soportaba ser invisible porque un
ángel le daba de comer –dice lo suficientemente alto como para que se enteren
en todo el local. Tengo que hacerlo callar si no quiero meterme en líos.
—
¡Mami! –llamo a mi jefa, que se sobresalta−.
¡Voy a cogerme un café y una magdalena, ¿ok?!
—
Claro, Ángela –suspira, aliviada. Tranquila que no te voy a pedir nada. Ya
podría este estar muriéndose de hambre que ninguno en este maldito pueblo le
ofrecería un chusco de pan.
Puede que
este tal Bofill me caiga mal, que lo odie simplemente porque sí, pero soy
incapaz de dejar que alguien pase hambre. Además, no quiero que diga nada más
sobre mí y el señor Llorca. A saber qué le contó en sus cartas.
Le doy un
bocado a una magdalena con virutas de chocolate y la dejo en la barra. Después
le doy un sorbo al asqueroso café con leche de cuarto de litro (a mí no me
gusta el café, pero supongo que en realidad está bueno) y lo dejo también.
—
¡Uf! Creo que no puedo más –finjo, mirándolo de
forma desafiante−. ¡Voy a tomarme un descanso! –advierto a mis jefes antes de
quitarme el delantal y salir a la calle a que me dé un poco el aire… helado.
Desde fuera,
puedo ver cómo el nuevo guardián engulle la magdalena y se traga el ardiente
café como si fuera agua de río. En el fondo, me da lástima y me hace pensar en
cómo podría subsistir yo si estuviera en su puesto. Al fin y al cabo, Llorca me
tenía a mí, que siempre le daba algo para ir tirando. Joder, qué frío, tiemblo mientras me abrazo para entrar en calor.
He salido tan rápido que no he cogido la chaqueta pero no quiero entrar
mientras él esté ahí.
Durante unos
instantes, veo a Bofill observar a la gente y vaciar un servilletero para
guardarse todas las servilletas en un bolsillo. Se levanta rápidamente y sale a
la calle, conmigo. Y pretendo volver a la cafetería cuando me agarra del brazo.
—
Toma –sonríe, y mete un billete de cinco en el
escote de mi uniforme de mesera−. Por el desayuno. –Demasiado cerca…, pienso. Hasta veo a través de los lentes de las
gafas de sol esos ojos fríos y demasiado centrados en los míos.
—
¿Te has zampado mi desayuno? –lo acuso.
—
¿Ahora te vas a hacer la tonta? ¿Me vas a
obligar a hacerte decir la verdad? –me amenaza, divertido. No parece una
persona que vaya a acostumbrarse a la soledad por las buenas.
—
¿Podrías no hablarme? Recuerda que eres un
fantasma –cambio de tema, desviando la mirada.
—
Entonces eres una jovencita que ve fantasmas –me
guiña un ojo, y levanta mi barbilla de forma amenazadora, como si le fuera a
dejar que me bese.
Sin decir
nada más, saco el machete de su pernera y lo alzo por encima de nuestras
cabezas. Por un momento, Bofill parece temer que lo ataque y disfruto del
momento antes de clavar el arma en el estómago del zombi tras él.
—
A veces se comen sus propios cerebros –le
informo−. Será mejor que te asegures siempre de que están muertos si no quieres
morir de nuevo, fantasma.
En cuanto suelto la
frase salgo corriendo al callejón tras la cafetería. Me siento en cuclillas y
ahogo un grito contra mis muslos. ¡Lo he
hecho! ¡He matado mi primer zombi! No he podido aguantarme.
—
¡Hiiiiiiiiii! –grito de alegría, casi con
lágrimas en los ojos.
Respiro
profundamente y vuelvo a mi trabajo, consciente de que he sorprendido al nuevo
guardián y de que, aunque no tenga el trabajo en sí, mi vida ha cambiado un
poco. Además…, pienso, sacándome el
billete de cinco de dentro del sostén. Parece
un tipo divertido.
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