Lupo Sánchez bajó de su
montura. El verano de sus diecisiete años prometía mucho calor pero aún estaban
en abril. Se le presentaba un duro tercer trimestre de primero de academia.
A falta de ganas de trabajar, el joven Lupo había
decidido cursar runas y adivinación (junto con otras asignaturas de
conjuración) porque siempre le habían parecido más fáciles que las ciencias
ocultas o la alquimia. Además, tenía otras cosas en las que centrarse: quería
ganarse la vida haciendo algo que le gustara; pero aún estaba muy perdido.
Observó unos instantes la Academia de San Calafate. A
falta una en el pueblo vecino (su pueblo), Calafate Abad, había tenido que
matricularse en esta. Lo único bueno de ese cambio era que había conocido gente
y se llevaba bien con la mayoría de los de su clase… Ahora que llegaba el calor
tenía miedo de cagarla.
Se adentró en el edificio justo antes de que sonara el
timbre y saludó de lejos a su “grupito”, todos estudiantes de alquimia y
materias más científicas, antes de entrar en su aula y ocupar su sitio de la
última fila. Tocaba aritmancia así que aún tenía diez minutos libres hasta que
llegara el profesor.
Rebeca Luque entró en la misma aula porque
en esa asignatura algunos alumnos se cambiaban de clase dependiendo del
profesor que les gustara más. Aquel día estaba bastante cabreada porque el gato
del vecino había estado toda la noche arañando su ventana y no había dormido
nada.
—
Menudas
ojeras tienes –se rio de ella Lupo, haciendo equilibrios en su silla. Ella
observó que había crecido durante las fiestas de primavera y las piernas ya no
le cabían bajo el pupitre.
—
¡Cállate!
–gruñó en respuesta antes de sentarse en su sitio y sacar los libros de la
cartera.
—
¿La
brujita odia los gatos? –se mofó él, y la sacó de quicio. Odiaba que se metiese
en su mente de esa forma.
—
¡Métete
en tus asuntos! –se puso borde, y en cuanto lo miró reparó en que él estaba muy
cerca y el flequillo de la media melena rubio ceniza le tapaba los ojos de
ámbar. Un par de milímetros más y podían tocarse nariz con nariz.− ¡Aire! −lo
empujó, y él se desequilibró un poco.
El profesor llegó y se quedaron en silencio: ella
apretando los dientes (la marginada); él con una sonrisa de medio lado que
atraía miraditas de las otras chicas de clase (el ligón). Los mismos “títulos”
desde que eran pequeños.
A la hora del descanso,
Beca salió a la calle y notó cómo se le amargaba el desayuno al ver a Lupo y
sus amiguitos apoyados cada uno en su montura, unos preciosos Velo-dragones de
escamas negras y plateadas. Quiso seguir su camino pero uno de ellos, Andrés
Cirlot, la llamó y le soltó un piropo guarro que la hizo girarse. Los otros
cuatro se reían del color escarlata de sus mejillas.
—
¿Qué
pasa, Luque? –se rio Lupo, desdeñoso.- ¿Nunca te habían dicho algo bonito de
tus tetas? –preguntó, y ella sintió ganas de esconderse debajo de una piedra.
Sin pensárselo dos veces, Beca cruzó la carretera hacia
ellos y agarró a Lupo de la maldita corbata roja medio desatada que siempre
llevaba puesta. Él tuvo el impulso de apartarse de la bruja pero,
repentinamente, ella deslizó su lengua entre los labios de él y lo besó como
únicamente habían hecho aquellas que preparaban el terreno para un poco de
ejercicio. Inconscientemente, cerró los ojos y siguió la corriente de la chica
con sabor a agua de rocío. Las hormonas se excitaron y calentaron su cuerpo con
cada leve tirón de ella en su corbata. Un instinto salvaje emanaba de esa
melena de ondas brunas hasta los riñones y sentía que era absorbido más allá de
un simple contacto físico. Extrañamente, se estaba poniendo duro aun cuando esa
misma mañana se había despedido de una extranjera llamada Sophia con buen
revolcón.
A regañadientes, ella se separó de él con la ropa
interior exageradamente húmeda bajo la falda. El corpiño le sobraba y el
corazón le latía a mil por hora pero, aun así, fue capaz de clavar sus grandes
ojos de color índigo en los de él y simular una sonrisa triunfal mientras daba
un último tirón a la corbata desde el nudo y se la quitaba.
Ante la estupefacta mirada de los cinco chicos, Beca se
ató la corbata de Lupo y, cuando él quiso recuperarla tras volver a poner los
pies en la tierra, le agarró la mano y para dibujarle un MANNAZ en la parte
blanda de la palma con un rotulador que se sacó del bolsillo.
—
Esto
te enseñará a mirar más allá de un par de tetas –soltó antes de liberar la mano
de Sánchez y alejarse de ellos.
Al día siguiente, en
martes, el mundo de Lupo había cambiado completamente.
De repente se encontraba hablando con las chicas de clase
de las cosas más triviales o de las preocupaciones de alguna. En criptozoología,
podía de desnudar por completo los sentimientos del espécimen únicamente
mirándolo, sin verse capaz de diseccionarlo, y, cuando el profesor les enseñó
el grabado más reciente de una súcubo, no se quedó embobado mirándole el sexo
retratado como los demás chicos de su edad. ¿Qué le estaba pasando?
Miró a Rebeca y no fue capaz de mirar su canalillo porque
en sus ojos veía una chica sola que necesitaba un punto de apoyo. Casi sintió
en su propio pecho las ganas de llorar de ella y eso lo cabreó, y ese es un
sentimiento por encima de cualquier hechizo.
En cuanto sonó el timbre y Luque salió al pasillo, él la
arrinconó y le preguntó qué le había hecho de la forma menos brusca que supo.
Miró la corbata que ella llevaba, su corbata, pero no pudo ver los generosos
pechos en los que se apoyaba, y eso no
podía permitirlo.
—
¿Qué
te pasa, diablillo? –sonrió ella mientras rozaba su rodilla contra la parte
interior de la pierna de Lupo. ¿Por qué
no puedo fantasear con el corte de su falda?, se mosqueaba consigo mismo,
incapaz de pensar en la erección que le provocaba el roce de esas delgadas
piernas. Se sentía como partido en dos.
—
Quítamela
–ordenó, medio calmado, y puso entre ellos la mano con la runa dibujada. Por
mucho que se lavara las manos, no conseguía quitársela.
—
No
–respondió ella.− Pero si consigues quitarme la corbata, −comenzó, acallando el
improperio que él iba a soltar− te quitaré la runa y haré lo que quieras.
–Estaba muy segura de sí misma y, en el fondo, quería sentir el peligro de
jugar con un íncubo como Lupo.
“Lo
que quieras”. Esas
palabras resonaban en la cabeza de Lupo mientras la bruja se iba a clase de
latín.
Tras una semana entera sin
poder centrarse en otra cosa que no fueran los sentimientos de las chicas y de
todo lo que lo rodeaba, Lupo siguió a Pablo Roca sin dudarlo cuando este le
dijo que Félix (Gallego) y Álex (Zapata) lo habían llamado (gracias a un
sortilegio de comunicación) diciendo que la bruja Luque estaba sola en la taberna
del pueblo.
Rápidamente llamaron a Cirlot, el único mayor de edad,
para que los acompañara en su Velo-dragón familiar (cosas de no permitir a
menores montar por la noche). Si todo salía bien, a lo mejor Lupo podría
llevarse alguna a la parte trasera del local. Y pensar que ni siquiera podía
centrarse en los retratos pornográficos que Féliz le había dejado la semana
pasada…
Ya en la taberna, Lupo encontró a Beca bailando animadamente
y rodeada de chicos. Con esa forma de
bailar atraería a cualquiera, pensaba el adolescente mientras se abría paso
hasta ella.
Con las miradas de los depredadores clavadas en la
espalda, él se pegó a ella y comenzó a bailar. Rebeca lo miraba, divertida, y
le seguía el juego; pero cada vez que él acercaba la mano a la corbata, ella lo
empujaba con suavidad o daba un giro que hacía que le rozase un poco por debajo
de la hebilla del cinturón con el culo. Se estaba poniendo nervioso.
Sin previo aviso, un hombre (porque a ese ya no se le
podía considerar chico) se metió entre los dos y, en cuanto se marchó, Beca ya
no estaba y Lupo pudo ver cómo salía del local. Aún podía seguirla hasta su
casa.
La calle de subida a la
parte superior del pueblo era, desde siempre, una de las más empinadas y Lupo
subía como podía. Le había parecido ver a Rebeca subir por ahí pero calle
arriba no había nadie ya. Eran más de la una.
Se sentía cansado y nervioso y le sorprendía su propia
necesidad de saber dónde estaba esa chica y por qué narices vivía en lo alto
del monte, la zona más alta del pueblo. Decidió caminar un poco más deprisa en
un intento de alcanzarla porque a lo mejor había cambiado de calle para subir.
Las callejuelas tortuosas, oscuras y estrechas abundaban, la mayoría sin
salida. Y algunas farolas ya no alumbraban o bien porque se les había consumido
la vela o porque alguien la había robado.
De una forma bastante tétrica, imperaba una zona oscura
en lo alto de la calle y, por defecto, la callejuela sin salida que había allí:
el sitio perfecto para hacer lo que se quiera sin ser visto. No sería la
primera vez que se encontraba allí, de camino a su propia casa, un borracho al que habían atracado o una
pareja follando a la intemperie.
Sin embargo, aquella vez encontró allí algo que aumentó
su furia interna: Rebeca estaba allí, con tres hombres más. Mientras dos se la
cascaban y le sobaban las tetas a la chica, el tercero luchaba contra sus
piernas para no recibir una coz mientras la violaba.
Lupo sintió un profundo dolor y una impotencia parecidos
a una patada en los huevos. Y en cuanto ella lo vio, amordazada con tres
cinturones y con los ojos llorosos, él no tardó ni dos segundos en saltar a por
los dos primeros hombres. La violencia que sentía hervir bajo la piel le movió
el cuerpo como un títere sanguinario, como una tormenta de ira desenfrenada que
destrozaba allí donde tocaba. Agarró la cabeza del primero y le hundió la
rodilla en la cara. El color de la sangre de la nariz rota en su pantalón hizo
que quisiera más y le arrancara un aro de la ceja antes de partirle un brazo y
comenzar a propinarle rodillazos masivos en pecho y estómago.
El tercero se apartó de Rebeca y agarró al adolescente
del cuello con toda la fuerza de sus brazos. Pero en los ojos del chico el
ámbar ya había empezado a arder y los cuatro caninos habían ganado potencia. Se
deshizo de la llave del violador y le clavó los nudillos en la cara antes de
darle una patada en los huevos que sonó como si algo se hubiese roto.
Rebeca caminaba frente a
él, de camino a casa de ella. No le había dado las gracias por salvarla pero
tampoco había dicho nada. Simplemente se había puesto a caminar hacia su casa
con la blusa rasgada y la falda cortada. El corpiño se había perdido por el
camino. Sus brazos y nuca estaban amoratados y por la zona interior de sus
piernas Lupo podía apreciar un hilo de sangre que en ocasiones dejaba caer una
gota al suelo. Suponía que el dolor de ella no podía compararse al de sus
dientes ni al que sentía cada vez que la luz directa de una farola le daba en
las pupilas. Lo que no sabía era por qué la estaba siguiendo pero el mero hecho
de pensar en que intentaran hacerle daño de nuevo hacía que quisiera cogerla en
brazos y llevarla corriendo a su casa para protegerla. El efecto de la runa lo
estaba matando.
—
¿Pasas?
–preguntó ella, con la mirada vacía, en cuanto llegaron a la puerta de su
casita. Se sentía agradecida pero no podía decir casi nada. No se veía capaz
igual que no había podido gritar para pedir ayuda.
—
Gracias
–respondió él antes de sentarse en el sofá del pequeño y estrecho salón
comedor.
La cocina estaba a la izquierda del cuadrado que era el
recibidor. Quedaba claro que era una casita para una familia muy pequeña, y el
pequeño pasillo a la derecha de la mesa daba a una habitación y un aseo.
Sin mediar palabra, ella se encerró en el baño y lloró
mientras se quitaba la suciedad de encima. La esponja de esparto enrojeció su
piel cada vez que se la pasó por todo el cuerpo sin notar el dolor de los
golpes que comenzaban a volverse morados. Se sentía muy sucia y tuvo que usar
en su zona más íntima un hechizo de agua a presión. ¿Qué iba a hacer ahora?
¿Qué iba a pensar su padre cuando volviera de su viaje de comercio?
Cuando salió del baño
únicamente con una enorme y raída toalla, Lupo sintió vergüenza por pensar que
era sexy. No quería ser como esos tíos.
Con movimientos lentos, ella se sentó a su lado en el
sofá y cogió la mano que tenía la runa. Él miró extrañado cómo pasaba la lengua
por ella y desaparecía.
—
Gracias
–dijo Beca, con tono vacío.− Perdona por la maldición de “no verás la carcasa”.
–La frase no le salió tan bien como lo había planeado mientras se aclaraba el
pelo, pero podía valer.
Dicho esto, lo acompañó a la puerta y entonces él vio que
no se había quitado la corbata y que ahora la aferraba a ella con fuerza, como
si fuese un símbolo de protección.
Ni una palabra. Lupo sentía que no la volvería a ver.
Podía mirarle las tetas de nuevo, ver la carcasa, pero esa maldición, si se la
podía llamar así, lo había cambiado un poco por dentro y había apaciguado esa
parte de él que hacía que le hirviera la sangre y tuviera pensamientos
destructores y… como los de esos hombres. No dejaba de repetirse que no quería
ser como ellos.
Posó el índice y el corazón sobre el nudo de la corbata y
la atrajo hacia sí, lentamente, para besarla. En otra ocasión, el olor de ella
tras una ducha lo habría impulsado a querer lamerla por completo e impregnar su
propio olor sobre esa piel acaramelada. En otro momento, la habría guiado por
los acantilados del placer hasta tirarla a la caída extrema del orgasmo y él
mismo se habría tirado después. Pero el mero hecho de besarla y entonar un vals
de lenguas ya lo hizo temblar y agradecer que ella no lo empujara y le diera
una bofetada.
Cuando el nudo de la corbata cesó al peso de su mano,
Lupo dio media vuelta y se fue a su casa con el hormigueo punzante del deseo
corroyéndolo por dentro.
El lunes, Rebeca no fue a
clase, y al siguiente tampoco, ni el otro. Nadie preguntó por ella o por qué
había dejado el instituto. Todo era normal y Lupo tampoco tuvo demasiado tiempo
para pensar en la bruja porque se había prometido a sí mismo aprobar los
exámenes y no dejarse llevar por su pereza. Decidió también ignorar durante el
resto del trimestre ese vacío que sentía y todas las preguntas que se le
amontonaban en la cabeza. ¿Le habrá
pasado algo? ¿Qué estará haciendo? ¿Habré hecho algo mal?
Inconscientemente, Lupo había dejado de usar la corbata,
olvidada en el armario. Sin embargo, el día de la graduación, cuando vio el
retrato de Rebeca en la orla, lo primero que hizo al llegar a casa fue
enrollarla y atarla con su corbata roja antes de encerrar toda esa parte de su
vida en el armario junto con el diploma.
Habían acabado las
vacaciones de verano, tres años después de que Rebeca dejara el instituto. Tras
sacarse el título de sanadora, recibió una oferta de trabajo enseñando los
fundamentos de las runas a la hija de Goran y Sorana Ivanova y la aceptó porque
todo el tiempo que pasaba trabajando no podía dedicarlo a pensar en Lupo y en
aquella maldita noche de la que sólo ellos dos sabían.
—
¿Crees
que mi hija está preparada para tener su propio luchador, Rebeca? –le preguntó
Sorana, la madre de la chica.
—
Creo
que podemos probarlo –opinó Beca, intentando no demostrar la enorme aversión
que sentía por las luchas de títeres, títeres vivos y andantes.− Lo cierto es
que Clarisa aprende con facilidad todo lo que le enseño. –Se formó una sonrisa
de orgullo en el rostro de Sorana.− Casi parece una copia exacta suya, señora
Ivanova.
—
Gracias
–aumentó la sonrisa, y los ojos verdes se iluminaron.- Puede que mi hija aún
tenga dieciocho años pero creo que mi marido ya tiene pensado regalarle uno de
sus luchadores –anotó, y Rebeca notó cómo se le revolvían las entrañas al oír
cómo hablaban de un semejante como si fuera un objeto.- Mañana empezaréis
–finalizó la conversación antes de levantarse.
Pero, antes de que Beca pudiese salir de la
salita, Sorana añadió:
—
Muy
pronto, mi hija será la regente de este pueblo. –La locura de esa mujer siempre
la sorprendía, igual que sus conversaciones milimétricas. Lo cierto es que no
quería para nada que aquella mocosa se convirtiera en la dirigente de su
tranquilo pueblo.
Al día siguiente, Rebeca hizo
su turno de mañana en el hospital y, tras comer sola en su casa, fue caminando
hasta el hogar de los Ivanova. Hacía ya un año que su padre había muerto en
manos de unos bandidos pero no quería deprimirse como cuando murió su madre.
Estaba acostumbrada a estar sola.
Le esperaba una larguísima tarde con Clarisa y, cuando entró
en la habitación de la chica, el susto que le provocó ver a Lupo allí hizo que
se le cayera el bolso al suelo y que la malcriada se riese de ella:
—
¿Por
qué eres tan torpe, Beca? –La pelirroja tenía unas carcajadas demasiado altivas
para su gusto.- ¿No te dijo ayer mi madre que papá me ha regalado un luchador?
–se enorgulleció, pasando la mano por el pecho de Lupo, que se mantuvo firme
aun con la sorpresa de volver a ver a la morena. La actitud posesiva de la
bruja de ojos verdes lo incomodaba pero su padre le pagaba bien así que no se
quejaría por el momento.
—
Vamos
a empezar –cambió de tema la de ojos azules. El rubio la seguía con la mirada
mientras ella se colocaba el pelo, ahora más corto, detrás de la oreja, y
sacaba un par de rotuladores con nombre de una cajita del bolso.- Primero//
—
En
seguida –la interrumpió la otra mientras le quitaba el rotulador con su nombre
de las manos y comenzaba a dibujar en la frente de Lupo, que se sobresaltó.
—
¡Para!
–ordenó Beca, interponiendo su mano entre la frente del joven y el rotulador.
Al quitar la mano ya no había rastro de tinta alguno, pero a él se le aceleró
el pulso al captar su olor dulce y salvaje.- Vamos a empezar por control físico
–empezó.- El control mental está fuera de tu alcance.
Bajo la mirada furiosa de la malcriada, Rebeca dibujó un
MANNAZ en el la palma de Lupo, creó ramificaciones hacia los dedos a partir de
esta y luego raíces hacia la muñeca.
Él la veía enseñar los fundamentos a la joven bruja y
sentía algo cálido en el pecho, como nostalgia. Primero Beca ordenó que su mano
se moviese y así lo hizo; luego Clarisa repitió el proceso con la otra mano del
joven, cuyo deber era hacer de títere. De las palabras pasaron a las órdenes
mentales y así, cuando le pidieron desnudarse, se quedó en ropa interior para
que ensayaran con el resto de partes de su cuerpo. Disfrutaba cada vez que Beca
se quedaba mirándolo y leía, como siempre lo había hecho, los más oscuros
deseos de los que lo rodean. Es algo diferente a leer mentes, y le encantaba
notar con tanta intensidad el deseo de ella de besarlo y abrazarlo.
Cuando acabó la clase,
Rebeca se fue a explicar a Sorana y Goran los progresos que habían hecho antes
de recoger sus cosas y marcharse. Estarían una semana repitiendo lo mismo hasta
que Clarisa lo hiciese perfecto y no sabía si aguantaría ver a Lupo casi
desnudo de nuevo. Le ardía el bajo vientre y se notaba húmeda y nerviosa.
Maldecía vivir tan lejos cuando tenía tantas ganas de meterse en la cama (ya
eran las doce de la noche).
No obstante, él la esperaba fuera recostado contra su
dragón, que parecía tener ganas de correr y apoyaba la cabeza en el hombro del
dueño. Se había vuelto un hombre hecho y derecho y ella sintió otra punzada de
deseo. Tenía ganas de abalanzarse contra esos labios tan sensuales y odiaba
sentirse tan atraída sexualmente por él. Siempre habían tenido esa química, que
ella misma acabó de rematar cuando lo besó tres años atrás; pero esperaba que
se le hubiesen ido las tonterías después de tanto tiempo sin verlo. Odiaba por
igual acabar cada noche pensando en él mientras se dormía, imaginándolo a su
lado.
—
Te
llevo –afirmó Lupo, y le ofreció el sillín. Él podía montar sin ayudas.
—
Gracias.
–Y se subió en el dragón. Sin embargo, él la obligó a poner una pierna a cada
lado y recogerse la falda a la altura de los muslos antes de subirse también.
—
Tenemos
asuntos pendientes –recordó él, como iniciando un tema, antes de dar la orden y
sentir los generosos pechos de ella en la espalda mientras se abrazaba a él
para no caerse.
El viento alborotaba su pelo y se sentía pesada y extraña
abrazada a él. Lupo llevaba al dragón como si fuese una parte más de él y a
ella le pesaban las manos sobre su abdomen. Sentía vergüenza pero las ganas de
tocarlo le ganaban la batalla mientras iba bajando las manos hasta el ombligo
de él y un poco más abajo. El de ojos de ámbar permanecía impasible pero la
excitación le rozaba los pantalones cuando ella bajó una mano lo suficiente
como para acariciarlo.
Aun a través del grueso tejido, notaba la piel de ella
suave y cálida. Casi podía sentir la excitación de Beca atraparlo y mantenerlo
pegado a ella y a su figura. Era una atracción completamente física, sin
importar si eran guapos o no, sin pensar en sus sentimientos o sus gustos. Era
algo animal que se les escapaba de las manos y Lupo no pudo evitar acelerar
hacia su cabaña, donde vivía solo desde que se había graduado.
En cuanto bajaron del
dragón y Lupo lo guardó en su establo, ella le enredó los dedos en el pelo y lo
besó como hacía tanto que no lo besaban. Ella lo necesitaba y a él le dolía
tener que controlarse. Casi pensaban lo mismo: Sólo sexo.
La llevó corriendo por las escaleras hasta la puerta,
donde la empotró para magrearla mientras buscaba las llaves en el bolsillo. Sus
labios entonaban una balada mientras las lenguas se dejaban controlar por una
atronadora tormenta de percusión. El cuerpo de ella se encajaba al suyo
mientras la llevaba al sofá, le desabrochaba la blusa y se deshacía del corpiño
para abrazarla. En el fondo sólo quería eso, abrazarla. Si dejaba a un lado
toda la química de sus cuerpos, siempre había querido tenerla a su lado. Más de
una noche había soñado con despertarse y encontrarla a su lado, sonriente y
capaz de olvidar aquella noche.
—
Lo
siento, Beca –se apenó el diablo, con la voz ronca y el alma partida.− No pude
protegerte –se sintió impotente. Siempre había querido decirle aquello.
—
Lupo
–lloró ella, con las manos a ambos lados de esos ojos de ámbar que tantas veces
había querido mirar durante horas.− Te quiero –admitió.− Te perdono –dijo, sólo
porque sabía que eso era lo que él quería escuchar.
Y se sumieron en un profundo beso
donde sus almas se encontraron y conocieron todos sus secretos, sus pesares y
la alegría de estar juntos de nuevo… Porque siempre se habían estado mirando y
aquella atracción era la forma que tenían sus cuerpos de encontrarse de nuevo,
allá donde fueran, sin importar el tiempo que pasara.
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