Llueve… Sí. Eso fue lo primero que pensé al
oír las millones gotas golpeando mi ventana. Llovía a cántaros fuera, sí, pero
yo, acurrucada entre sábanas y edredones, mantenía mis ojos cerrados,
intentando entrar en calor. Por mucho que me hiciera un ovillo, tenía frío
porque, de nuevo, el motor me había dejado tirada. ¿Por qué en mitad de la
noche?, lloriqueé, metiendo la cabeza bajo la funda nórdica e intentando
dormirme de nuevo.
De repente, noté algo entre las sábanas y me
levanté de un brinco,
destapando a quienquiera que estuviese allí. Pelo negro y
ojos saltones. Donatello. Al parecer, se había metido conmigo porque también
tenía frío.
-
Tonto –le dije, sentándome a su lado
y abrazándolo. Su pelo, siempre tan suave, estaba húmedo y frío.- ¿Es que has
estado bajo la lluvia o qué? –me reí, tapándolo hasta la cabeza.
Al sonido del crujir de los tablones del
pasillo, ambos giramos la cabeza, sincronizados y en guardia. ¿Qué ha sido
eso?, me pregunté, mirando a mi perro y buscando en él una respuesta que no me
dio, por supuesto.
Noté como el ambiente de la habitación se
enfriaba por momentos, pudiendo ver incluso un hálito helado y blanco que
comenzaba a invadirlo todo, entrando como unas manos tenebrosas desde la
puerta, abierta de par en par. El parqué parecía comenzarse a recubrir con una
fina y traicionera capa de escarcha y me lo quedé mirando, viendo como se
transformaba en el espejo más grande del lugar. Creo que casi podía oír también
un sonido parecido al crepitar del hielo cuando le echas agua templada. Aunque
en ese momento era al revés, todo se estaba congelando por momentos. Y mi acto
reflejo en ese caso fue sacar rápidamente los pies de una posición cercana al
suelo y sentarme, enrollada entre las sábanas con Donatello.
De repente, reparé en que algo no cuadraba
en el reflejo del suelo pues en él podía ver a alguien que no estaba con
nosotros. Miré el umbral de la puerta para cerciorarme pero en seguida volví a
mirar el suelo al ver que, en efecto no había nadie. Pero ya no había nada en
el reflejo y, segura de que se había movido, comencé a rebuscar por toda la
superficie helada. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba la chica de la sudadera azul?
¿Dónde?
-
¡Ah! –grité de forma ahogada al ver
que estaba a mi lado, en el reflejo junto a mis zapatillas.
Vista desde aquella perspectiva, no podía
verle la cara pero supuse que era ella por el cabello mojado. Aunque esta vez
iba vestida con unos tejanos y la sudadera azul que había a los pies de mi
cama. Era la misma. Exacta.
Entonces ella, casi invitándome a
acompañarla, se encaminó hacia la puerta. Sus pasos, uno con un pie descalzo y
otro con una deportiva blanca de cordones, se oían como si estuviese allí y no
pude más que estremecerme, respirando profundamente para calmarme y formando
vaho en el aire.
No sé por qué, me levanté, descalza y
abrigada solamente con mi camiseta de deporte y la ropa interior inferior, para
seguirla. No quería perderla de vista y, mirando el suelo, llegué al pasillo.
¿Por qué me llevas otra vez a aquel cuarto?, me pregunté. Deteniéndome al ver
que entraba en el cuarto del bebé y la puerta se abría conforme ella lo hacía
en el reflejo.
-
No voy a ir –susurré, segura de mí
misma.- ¿Qué quieres? –le pregunté.
Pero cuando volví a mirar al suelo ya no
estaba y, sola en el pasillo, comencé a tener miedo. De pronto todo estaba muy
oscuro y mi imaginación volvía a engañarme con falsas visiones de monstruos de
todo tipo: sombras humanas que tan pronto como surgían se desvanecían en una
mera ilusión; garras de monstruos inexistentes que solo eran las ramas de un árbol
cercanas a la ventana; agua que salía del baño pero que solo era… ¿Qué?
Miré mis pies y vi que todo el piso
comenzaba a inundarse. El agua salía tan rápido que pronto me llegó a media
pierna, haciéndome retroceder y correr a mi habitación. Puerta cerrada. La de
la habitación del bebé, donde estaba la chica de la sudadera, también lo
estaba. Pero en su interior podía oírla a ella, llorando de forma aspirada,
como si se hubiera quedado encerrada y no pudiese salir. Por eso, quise
zarandear la puerta para ver si se abría pero un crujido a mis espaldas llamó
mi atención.
Al instante me volví hacia atrás, viendo que
la puerta del baño, al final del pasillo, estaba cediendo bajo la presión del
agua. No, pensé, corriendo hacia las escaleras, al lado de la puerta a punto de
ceder, con la intención de bajar y huir. Pero los ladridos de Donatello,
encerrado en mi cuarto, me hicieron volver a intentar abrir la puerta,
llamándolo. ¿Por qué…?, pensaba. ¿Por qué las puertas de esta casa nunca se
abren cuando lo necesito? Los ladridos de mi perro me ponían cada vez más
nerviosa y los llantos de la chica de la sudadera lo empeoraban. No podía
pensar con claridad teniendo tantas presiones encima.
Y la puerta petó, liberando un torrente de
agua que se me llevó por delante y me hizo rodar hasta el hueco de las
escaleras, donde me agarré del pasamano para no ser arrastrada a saber dónde.
Tanía la sensación de que aquello no era algo casual, que era cosa de… ya
sabéis, fantasmas. Alguien quería hacerme daño.
Tan pronto como comenzó la corriente, se
detuvo. A penas habían pasado diez segundos pero todo estaba inundado. Si me
ponía en pie en el pasillo, el agua me llegaba al pecho, y toda la planta baja
estaba bajo el agua, convirtiéndolo todo en un mundo extraño de tonalidades
azules. Por lo que veía desde allí, nada se había movido de su sitio. La
corriente no había producido efectos allí.
Dispuesta a abrir la puerta principal para
que toda el agua saliese fuera, cogí aire con fuerza y buceé escaleras abajo,
pasando por el salón hasta llegar a la puerta. Tiré del pomo pero no se movía
ni un ápice así que estiré de él con más fuerza, poniendo mis piernas en la
pared para tener un punto de apoyo.
Entonces, noté como si me estuvieran
observando y, dejando a un lado mi cometido, miré hacia el comedor, viendo al
hombre con el cuchillo flotando allí, de una forma antinatural. ¿Cómo había
entrado? ¿Qué hacía allí? ¿Era esto también un sueño?
A penas me dio tiempo a reaccionar pues él
se lanzó sobre mí con el cuchillo en alto, intentando clavármelo. Pero hice uso
de toda mi fuerza para evitarlo, perdiendo aire en forma de burbujas y
sintiendo cómo me quedaba sin él.
Oía algo a lo lejos, amortiguado por el
agua. ¿Eran…? ¿Eran ladridos? Sí. Reconocí a
Donatello, llamándome. Necesitaba mi ayuda. Estaba segura de ello. Tenía
que ir en su busca. «¡Donetello!», pensé y grité a la vez, haciendo que el agua entrase por mi garganta.
El líquido era de verdad, pero ahora se había vuelto negro y helado a la vez.
Abrí los ojos, notando que me faltaba la
respiración, y noté que tenía todo el cuerpo helado, calada hasta los huesos.
Ya no veía mi recibidor alrededor pues solo había oscuridad y algunos rayos de
luz que venían de la superficie del agua. ¿Dónde estaba? ¿Qué ocurría? Pero, al
no saberlo, nadé hacia arriba para tomar aliento, notando todas mis
extremidades entumecidas, molestas por un hormigueo impertinente.
Me encontré, entonces, en el sucio lago
frente a mi casa. ¿Aquello era un sueño? No, pero… ¿cómo había llegado yo allí?
¿Por qué me había lanzado al lago mientras dormía? Jamás había caminado
sonámbula pero, al parecer, eso fue lo que había ocurrido. Y el que me había
salvado de ahogarme había sido Donatello, que ladraba desesperado desde el
muelle.
De camino al pueblo, y mientras escuchaba Todo lo que quiero de mi cantante
favorito de country-blues, no podía
dejar de mirar los dos colgantes gemelos invertidos que parecían observarme
desde el asiento del copiloto.
La noche anterior, al salir del agua y bajo
la lluvia, me había encontrado con un colgante, idéntico al que había
encontrado en la sala de baile, en la mano. Pero, en vez de tener un zafiro
engarzado, tenía un rubí y estaba al revés, con la cadena en el lado contrario
al otro. La verdad es que nunca he sabido cómo llegó a mis manos aquel segundo
colgante pero no importa. Hay muchas cosas inexplicables en esta vida.
Pues bien, como iba diciendo, me dirigía al
pueblo en coche mientras miraba, de reojo, aquellos dos colgantes, uno al lado
del otro, como si odiasen estar los dos en el mismo lugar y en el mismo momento. O esa era la impresión que me daban.
Al llegar al pueblo, aparqué cerca de la
gasolinera y, guardando los medallones en el bolso-mochila, decidí hacer las
compras a pie, aunque tampoco iba a comprar mucho, y así ahorrarme la gasolina.
Me quedaba poco más que la reserva y talvez debería quedarme en casa unos días
pues parecía que la tormenta no cesaba. Odiaba tener el pelo tan húmedo y
encrespado, convertido en la parte de mi flequillo en mechones como serpientes
que se pegaban a mi cara. Así que dejé el resto de mi melena dentro del abrigo,
poniéndome la capucha hasta los ojos y corriendo a mi primer destino, el
supermercado de Susan, la mujer india, para buscar algo que comer pues tenía un
hambre atroz –ya que no había desayunado nada de nada-. Y, saludando a la
propietaria al entrar, me dirigí a la sección de pastas.
-
¿Ann? –me sorprendió una voz
familiar, sobresaltándome y casi haciendo que se me cayese lo que llevaba en la
mano, que no recuerdo qué era exactamente.- ¿Eres tú? –Fuera quién fuese,
parecía eufórica, aquella mujer de voz un tanto chirriante.
Al volverme, vi a Samantha, la mujer de
Roger, con una sonrisa de oreja a oreja mientras se me acercaba con un bolso
verde y rosa de mano ornamentado con flores a juego con su vestido. Para
cubrirse del frío solo llevaba una chaqueta de pana beige abierta. Y, gracias a
todo eso, me vi obligada a reparar en mi indumentaria, un jersey negro de
cuello cisne y unos tejanos con mis fantásticas botas camperas. A parte de mi
abrigo grueso gris cerrado hasta casi la nariz, claro está, y mis guantes sin
dedos para poder coger mejor las cosas. Declaro en mi defensa que soy muy
friolera.
-
Buenos días –medio sonreí torpemente
en un susurro.
-
Muy buenos días –me correspondió,
radiante en un día gris como aquel.- Hace frío, ¿eh? –comentó, cogiéndose los
brazos con sus delgadas y elegantes manitas heladas de uñas rosas y apuntadas.
Una buena forma de comenzar a hablar. Tan sencilla que todo el mundo la usa.
Hablar sobre el tiempo es tan normal al comenzar una conversación que casi es
tan convencional como el saludo, por no decir que van de la mano.
-
Sí «Aunque no parece que tú tengas
mucho frío.» -dije y pensé, pero no lo hacía de mala fe. Sabía que sí lo tenía
pero estaba contenta de lucir un vestidito como ese.
-
¿Y qué te cuentas? –se interesó,
poniéndose a mi lado y fingiendo buscar algo en los estantes ante nosotras.
-
Pues nada en particular –mentí.
¿Creías que iba a decirle que veía fantasmas en todas partes y que uno había
intentado matarme dos veces en sueños?- Me paso el día abriendo cajas –me reí,
acompañada de su melodiosa risita, aunque seguramente lo hacía más por
cordialidad que por otra cosa.
-
Vaya… Qué interesante –bromeó.- ¿Cómo
te lo pasaste en la fiesta? –cambió de tema en seguida.- No te volví a ver
después de conocernos –se enfurruñó, poniendo morritos y fingiendo un puchero
gracioso.- Yo quería que hablásemos de mujer e mujer. –Y entonces pareció
repara en lo que buscaba.- ¿Has desayunado?
-
Em… Aún no –admití, agachando un poco
la cabeza y frotándome las manos, nerviosa. Hasta el momento, después de lo que
me había pasado en la ciudad, no había vuelto a tener una conversación de aquel
tipo con una mujer de mi edad, más o menos. Samantha parecía tener alrededor de
los treinta años. O eso me pareció.
-
Pues vamos –tiró de mí, asiendo una
de mis heladas manos y haciendo que toda yo me tensara. Estaba comenzando a
sentirme angustiada y ella lo notó, sonriéndome y llamando mi atención:- ¡Ey,
Ann! Tranquila, que no te voy a morder. Somos amigas, ¿no? –me preguntó,
soltando suavemente mi mano y haciéndome un señal con la cabeza para que la
siguiese a la caja. Al parecer, ella sí había comprado algo.
-
Buenos días, Sammy –la saludó Susan,
con su típica sonrisa de oreja a oreja. Se asomó por un lado de la rubia para
verme, contenta de volverme a ver por allí.- Hola, Ann.
-
H-hola –tartamudeé, tímida y
encogida, desde el interior del cuello del abrigo. Tenía la nariz helada.
-
Voy a llevar a Ann a la cafetería y
desayunaremos allí –le comentó la esposa de Roger, poniendo sus cuatro cosas en
una bolsa de plástico mientras la cajera contaba el cambio.
-
Entonces debes probar el chocolate
caliente con nata que hacen allí Ann –me dijo esta.- Te gustará.
-
Vamos, Ann –dijo Sammantha, cogiendo
su bolsa y el cambio mientras se encaminaba hacia la puerta.
-
Gracias por el consejo –sonreí a
Susan mientras seguía a mi… amiga.
-
¡Esperad un momento! –nos llamó la
india con su vozarrón. Y al volvernos vimos que nos mostraba una pecera de
plástico llena de bolas parecidas a las de ping-pong
de colores variados.- ¿Queréis probar suerte? –nos tentó, moviendo la pecera
para que las pelotas se removiesen.- Son como las galletas de la fortuna.
¡Venga! Que la primera es gratis –nos animó.
La primera que sucumbió a la tentación fue
Sammy, que se acercó en al acto a la pecera, metiendo una de sus manitas y
sacando una bola del tamaño de una pelota de tenis, o eso parecía en
comparación con su manita de porcelana. La abrió y, con una sonrisa en la cara,
leyó lo que ponía en el papelito de dentro:
-
«Alguien nuevo llegará a tu vida.»
¡Ja, ja! Esa persona debes ser tú, Ann –se rió ella.- Coge una –me recomendó,
cogiendo la pecera de las manos de Susan y poniéndola delante de mí, que no me
había movido del sitio.
-
Yo no creo en estas cosas, Sam…
-intenté rechazar la pecera, apartándola de mí con las puntas de los dedos.
Tanía un mal presentimiento sobre aquello.
-
¡Por favor, Ann! No es para tanto
–insistió ella, empujando la pecera de nuevo hacia mí.
Me la quedé mirando unos momentos fijamente,
desafiante, al igual que ella. Sabía que no íbamos a movernos del sitio hasta
que cogiese una maldita bola así que…
-
Vale… -me rendí, metiendo la mano lo
menos posible en el recipiente y rozando con los dedos una pelota que, al
instante, acabó en mi mano, como atraída por un imán invisible. Y, extrañada,
la abrí.- ¡Yii! –chillé, soltándola y haciendo que cayese al suelo, saliendo de
esta una repugnante araña del tamaño de mi palma, con colores de tigre y cuerpo
pequeño con patas largas y delgadas.
-
¡Agh! ¡Qué asco! –soltó Sammy. Aunque
en su expresión no lo veía. Entonces supe que los insectos no le daban miedo o
asco alguno, hecho que no pegaba con ella. De las dos, la miedica era yo. Y la
araña desapareció por algún lado. No me fijé demasiado.
-
Lo siento mucho, Ann –se preocupó la
india.- No sé cómo ha llegado ahí.
-
Vamos a ver qué pone –siguió Samantha
a su bola, agachándose para coger la bola abierta para leer el papelito.
-
No te preocupes, Susan –le sonreí, acercándome
a ella y, acordándome de la terapia, creando contacto entre nosotras al poner
mi mano, con todo mi esfuerzo, sobre la suya. «El contacto siempre es
reconfortante», me recordé a mí misma para no sofocarme y comenzarme a agobiar.
-
Suu… -dijo Sammantha, con los ojos
como platos y mirando el papelito que tenía en las manos.- ¿Seguro que has
escrito esto también? –le preguntó, un poco asustada. Y la india cogió el
papelito, leyendo rápidamente lo que ponía. ¿Qué pone?, me pregunté, nerviosa.
Sus rostros comenzaban a ponerme nerviosa de verdad.
-
Yo no recuerdo haber puesto nada así
–se extrañó la cajera.
-
¿Qué pone? –exterioricé, cogiendo el
papelito y leyéndolo en un susurro- «Sobre ti caerá hoy la hoja del destino»…
¿Qué significa esto? –pregunté, mirándolas a ambas.
-
La hoja del destino es la muerte
–respondió Susan.- Pero Ann… -quiso razonar conmigo.
-
Ann… -Sammy cogió mis manos entre las
suyas.- No creas lo que pone ahí –me aconsejó.
-
Algún gracioso habrá colado esta bola
mientras atendía a alguien, Ann –me reconfortó la otra.- Te puedo asegurar que
yo escribo todas las papeletas y esa no es mía. ¿Me crees? –se preocupó.
-
P-por supuesto que te creo –mentí,
sonriendo.- Solo me he puesto nerviosa por lo de la araña. Es que les tengo
mucho miedo, ¿sabéis? –declaré, encaminándome hacia la puerta y tirando de mi
amiga por un brazo.- Vámonos a desayunar, Sammy. Tengo un hambre atroz –sonreí,
nerviosa.- Ya nos veremos, Susan –me despedí de ella, abriendo la helada puerta
y notando como se me ponía la piel de gallina.
-
¡Espera! –me pidió la esposa de
Roger, soltándose y cogiendo el paraguas grande y rosa pastel del paragüero.-
Casi me lo dejo –se rió, abriéndolo mientras yo me ponía la capucha y calentaba
mis manos con el vaho de mi boca.
Y entonces, la rubia colocó el enrome
paraguas entre las dos con una sonrisa.
-
Esa capucha te queda horrible –me
declaró, quitándomela y, con cuidado, apartando un mechón largo de mi flequillo
a un lado.- Así estás mejor –me sonrió. Y agradecí su sinceridad y su cautela.
Ella sabía lo que me costaba eso del “contacto” con las personas e iba con
cuidado, poco a poco para que me acostumbrase. Y le sonreí por ello.
Pensar en aquella palabra, “amiga”, hacía
que sintiese en mi pecho algo parecido al aleteo de un colibrí, que deshacía
las telarañas de mi interior e iluminaba cada rincón con una oleada de calor
fraternal. Y eso era lo que sentía estando con Sam. Aunque, para ella, yo era
más bien una hija o una hermana pequeña falta de cariño. Por eso, cuando
estábamos juntas, veía constantemente es sus ojos una agradable y cálida mirada
maternal –como un instinto que de repente despeirta- y notaba como un ambiente
suave y con un toque primaveral nos abrazaba durante aquellos últimos días de
otoño.
Samantha me condujo a una cafetería no muy
lejana que hacía esquina, con un gran escaparate de cristal que llegaba desde
nuestras caderas al techo, dejando ver cómo era por dentro el lugar: de
ambiente cálido y decoración blanca y rosa pálido, como las típicas
pastelerías-cafeterías donde venden desde batidos a una hamburguesa grasienta
acompañada de una saludable y más apetecible ensalada.
Al entrar, sentí calor pues la calefacción
estaba a tope. Incluso notaba cómo mis mojadas botas se secaban y las suelas
dejaban de resbalar. Y así, mientras seguía a Sammy hasta una mesa al fondo y
pegada al ventanal, abrí mi abrigo y guardé mis negros y desdedados guantes en un bolsillo de este, frotándome las manos
mientras notaba cómo tenía el dorso de éstas frío y las palmas calientes.
Siempre me ha hecho gracia el notar frío y calor a la vez. Es algo extraño y
particular.
-
Ven, Ann –me pidió ella, dejando su
abrigo y su bolso pegados a la ventana en su enorme banco redondeado de
plástico.- Voy a pedir mientras tú nos vigilas el sitio, ¿vale? –me dijo
cariñosamente, sonriendo. entonces vi su
enorme monedero-cartera, el cual llevaba en las manos, y ella, reparando
en lo que iba a decir, se me adelantó.- Hoy te invito. Otro día ya veremos
–concluyó la discusión que no había comenzado siquiera.
Yo, por mi parte, me senté, mirando a través
del cristal, la lluvia caer, tan hipnótica como el baile de la llama de una
vela. Todo el pueblo había adquirido una apagada tonalidad de gris y la
suciedad de las calles y las hojas caídas y secas de los árboles eran
arrastrados por una pequeña corriente de tres centímetros que se había formado
en la carretera. Todo Deadwords estaba siendo purificado por la tormenta y yo
no podía dejar de preocuparme por Donatello, sólo en casa, y mi coche,
imaginándolo pasar, arrastrado por un torrente de agua, en cualquier momento
por delante de mis narices.
-
Cuánta gente, ¿eh? –se rió Samantha,
sacándome de mis pensamientos y sentándose frente a mí, al lado de sus cosas,
mientras arrastraba hacia mí una taza humeante de chocolate caliente.
Ella se me quedó mirando, alzando las
pupilas mientras bufaba la taza que tenía entre las manos y le daba sorbitos.
Yo tardé en reaccionar un poco, dejando mi posición pensativa –codo sobre la
mesa y cabeza sobre el dorso de la mano muerta- y acercando más hacia mí la
taza, cogiéndola con ambas manos para calentármelas. Aunque rápidamente solté
la taza al acordarme de que no me había quitado la chaqueta. Si no me la
quitaba luego tendría frío al salir.
Y entonces, al volver a coger la taza, recordé
lo que me había dicho Susan minutos antes.
-
¿Y la nata? –bromeé, dando vueltas al
chocolate con la cucharita.
-
¡Ah! –cayó ella en la cuenta, dejando
su taza sobre la mesa.- Cierra los ojos –me ordenó. Y yo los cerré, girando
también la cabeza hacia la ventana. Seguidamente oí un ¡plop! Y de nuevo la voz de Sam:- Ya puedes abrirlos –me avisó.
Y al hacerlo, vi que sobre el chocolate de
mi taza flotaba una isla de nata montada casera, como una nube de golosina, y
espolvoreada con un poco de azúcar por encima. No sé porqué, noté como los ojos
se me humedecían de la ilusión. Jamás había tenido una sensación semejante a la
de entonces. Ambas nos acabábamos de conocer y, sin embargo, era como si nos
conociésemos de toda la vida.
-
Gracias –creo que dije, medio
llorosa. Y entonces sentí como algo frío se estampaba contra mi nariz. Ella me
la había manchado de nata, la cual tenía dentro de un bol a su lado. La muy
tonta se reía, perversa y desafiante, mientras se chupaba el dedo culpable.
Aquello hizo que los ojos se me secaran de
golpe, creándome una especie de enfado infantil. La miré con el ceño fruncido
mientras hundía con la cucharita la isla blanca. Ella cogió entonces algo del
especiero de la mesa.
-
¿Canela? –soltó, con una risa de
medio lado y los hombros encogidos. El bote que tenía en la mano estaba medio
lleno de canela molida, preparada para echarse donde uno quisiera.
Y yo no pude reprimir una carcajada, viendo
su comportamiento absurdo y ridículo. Hacía mucho tiempo que no me reía de
aquella manera, olvidando las pesadillas de los días anteriores, la araña y el
mensaje. Casi no recordaba ya qué ponía.
-
Me lo tomaré como un sí –se rió,
espolvoreando un poco sobre mi taza y luego sobre la suya.- ¡Ah! –recordó
entonces, haciendo que dejase de reírme.- Voy al baño –sonrió, levantándose. Y
yo me volvía reír.- Ahora vuelvo.
-
Vale. Yo iré a cogerme un donut cuando vuelvas –le dije,
despidiéndola con la mano mientras desaparecía entre la gente. No había
reparado antes en la gente que había en el local. Estaba todo lleno.
-
Aquí tiene –me dijo una voz de varón
mientras me dejaba un platito con un donut
sobre una servilleta delante.
Miré quién era, girándome a la izquierda, y
vi a Dylan ataviado con un delantal y una sonrisa de pie a mi lado. Parecía
contento de verme y, en el acto, recordé su mirada mientras me alejaba del
aparcamiento de la sala de baile, haciendo que sonrojara débilmente.
-
¡Dylan! –dije, contenta. Aunque
pronto disimulé mi ilusión con mi cara de póker.-
¿Qué haces aquí? –le pregunté, mientras él se apoyaba en el respaldo de mi
banco redondeado y rosa ciruela.
-
Trabajo aquí –respondió, mirando por
la ventana.- Cómo llueve, ¿no? –se sorprendió.- Debe hacer frío fuera.
Yo miré también, pero no viendo el exterior
si no a nosotros, reflejados en el helado cristal. Entonces noté de nuevo
aquella extraña sensación en el pecho. Sabía que él estaba muy cerca pero no me
molestaba aunque me sentía nerviosa y un tanto acalorada, como si de repente
hubieses subido más la calefacción. No podía dejar de mirarle a través del
reflejo, observando atentamente las curvas de su mandíbula y cuello, casi
sintiendo su tacto en las yemas de mis dedos como un hormigueo. Y sus labios,
en el color de los cuales no había reparado hasta el momento, rojo ciruela, uno
de mis colores favoritos. Recordé a la vez que tenía un conjunto de encaje del
mismo color y no sé por qué pero imaginé que sus labios besaban mi cuerpo
cuando llevaba ese conjunto.
-
¿Qué haces por aquí? –me preguntó él
entonces, haciendo que le mirase y, en seguida, girara mi rostro hacia otro
lado para que no viese lo colorada que estaba.
-
Em… -dije, pensando. Me había quedado
en blanco.- He venido con una amiga –dije al fin, mirándolo y sonriendo.
-
¿En serio? –se sorprendió a sabiendas
de cómo era yo. ¿Acaso él creía que me conocía bien? No lo sé pero así parecía.
Y de repente puso su mano libre sobre mi frente.- ¿No estarás resfriada?
-
¡No! –me enfadé, quitando su mano de
un revés tenue y débil. Lo suficiente para quitarlo de encima sin hacer daño.
En mi pecho, mi músculo latía rápidamente, sintiéndose angustiado por la
cercanía del hombre.- ¡Ah! –noté.- ¿Entonces no eres cartero? –me sentí
traicionada.
-
¿Qué? ¡No! –se apresuró a decir.- Es
que tengo muchos trabajos, eso es todo –me explicó.
-
Ahh… Vale –acepté su excusa, dándole
vueltas a la isla de nata que comenzaba a hundirse en el chocolate.
-
Y… ¿Cómo te va en la casa de los
vientos que ululan? –cambió de tema.
-
Bien… Supongo.
-
¿Ha pasado algo? –se preocupó.
-
Oye… -comencé, poniéndome nerviosa y
jugueteando con la cuchara sin mirarle.- ¿Tú crees en los fantasmas de verdad?
Entonces, como no respondió, lo miré. Se
había quedado mudo, mirándome como si estuviera loca. Yo no quería que me
mirase así. Comenzaba a sentirme mal. Tenía ganas de llorar viendo sus ojos
mirarme de esa forma. ¡No estoy loca!, grité en mi fuero interno.
-
¿Y cómo no te he visto al entrar? –me
extrañé, confundida, cayendo en la cuenta y cambiando de tema. Disimulando mi
nerviosismo y dejando de mirarlo de nuevo.
-
Es que acabo de llegar, mujer –sonrió,
como si le hubiesen dado cuerda de nuevo. ¿Había estado en pausa? No sé el
motivo concreto, pero miré sus tejanos, los bajos de los cuales estaban
completamente secos.
-
Yo te he visto antes –lo señalé.
-
Pues claro –se rió él.- Y dos veces.
-
Tres –le corregí.
-
¿Qué? –se extrañó.
-
El día que llegué a Deadwords te vi
en el supermercado de Susan, la mujer india –le expliqué.
-
¿En serio? –se sorprendió.- Pues yo
no me acuerdo.
-
Ya pero yo recuerdo que aquel día los
bajos de tus pantalones tampoco estaban secos y//
-
¡Ey, Ann! –me llamó Samantha,
haciendo que la mirase.- Siento haber tardado tanto.
-
Pero si no has tardado nada, mujer
–la excusé, negando con la cabeza mientras ella se sentaba y daba vueltas a su
chocolate medio templado.
-
¡Anda! ¡Pero si ya has ido a cogerte
el donut! –notó. Y entonces me acordé
de él y de que había sido Dylan quien me lo había traído. ¿Cómo sabía él qué
era lo que quería?- ¿Por qué no me has esperado? –se enfurruñó.
-
Ha sido –intenté excusarme, mirando a
Dylan. Pero resultó que ya no estaba y Samantha me miraba, confundida.- Es que
tenía hambre –me reí, dándole un bocado a la pasta.
Después de desayunar juntas, me despedí de
Sammy y, después de pasar por la ferretería, me subí en mi todoterreno y
comencé el largo camino a casa.
La verdad es que un cuarto de hora se hace
largo cuando la carretera es tan monótona y te has cansado de escuchar el mismo
CD una y otra vez, poniendo la radio, que no suena, para variar un poco.
Derecha, izquierda, derecha. Bosque, bosque y más bosque. En esos momento será
cuando me preguntaba qué hacía yo exactamente en Deadwords pero nunca
encontraba la solución al enigma. No digo que no sea un lugar encantador,
porque tiene su punto. Lo que digo es que no tenía por qué ser ese maldito
pueblucho. Cualquier otro habría valido para mi trabajo. Y lo más importante
era: ¿Quién me había hablado de Deadwords si ni siquiera sale en los mapas?
Entonces, a siete minutos y medio de casa,
el coche me dejó tirada. Se había quedado sin gasolina así que lo único que
pude hacer fue empujarlo a un lado de la carretera y sacar el móvil para llamar
a… ¿A quién iba a llamar? No importaba porque tampoco tenía cobertura. Recordé
en ese momento lo que llegaba a odiar el bosque. ¿Por qué el otro día tenía
cobertura y hoy no?, me preguntaba, maldiciéndolo todo. Llamándome tonta por no
haberle pedido el número a Sammy. ¿Y a Dylan? ¿Por qué no le había pedido el
número? Dios… Soy idiota de verdad, ¿no creéis?
Me bajé del coche, mirando para ver si venía
alguien por la carretera. Aunque era imposible pues el agente de la
inmobiliaria me había dicho que nadie viviría cerca de mí, que tendría paz y
tranquilidad siempre. A él también lo maldije.
Algo se movió dentro del bosque, haciendo
que me volteara, poniéndome en guardia y sacando el bate de béisbol que tenía
en el asiento de atrás, dispuesta a usarlo.
-
¡¿Quién anda ahí?! –voceé,
apretujando entre mis manos enguantadas el mango del bate de madera.
-
¡¿Ann?! –se sorprendió una voz,
alzando un farolillo eléctrico a la altura de su cara.
-
¿Sr. Alexander? –me sorprendí, viendo
al anciano encapuchado y sonriente acercándoseme.- ¿Qué hace usted por aquí?
–le pregunté, bajando el bate pero sin soltarlo.
-
Soy leñador, ¿sabes? –me informó,
quedándose a una distancia prudencial de mí y bajando el fanal.- Me paso el día
talando árboles y ayudando al guarda forestal a vigilar este bosque por si a
alguien le pasa lo que a ti –dijo, señalando con el hacha que llevaba en la
mano mi automóvil.
-
Vaya… -me avergoncé.
-
¿Te has quedado sin gasolina? –me
preguntó. Y yo afirmé con la cabeza.- No te preocupes –me consoló, alzando el
farol de nuevo.- A todos nos ha pasado alguna vez. –Y se giró, marchando hacia
el bosque.- vamos a buscar algo de gasolina para que puedas volver a casa y
mañana ir al pueblo, ¿de acuerdo? –me dijo.
-
¡Gr-gracias! –me sorprendí
agradablemente, corriendo para alcanzarle. Pero él se paró, pensando en algo.
-
Em… Creo que deberías cerrar bien tu
coche.
-
¿Eh? –me extrañé.
-
Por aquí no hay ladrones pero si no
quieres encontrarte con un mapache ocupa cuando vuelvas será mejor que lo
cierres con llave. Son muy listos –me informó. Y yo corrí a cerrar el
todoterreno con llave, cogiendo también algo para ponerme encima pues no
llevaba el abrigo puesto.
Seguidamente, nos adentramos en el oscuro y
neblinoso bosque, donde parecía no llover. Miré al cielo pero casi no lo veía
pues los enormes pinos centenarios creaban una techumbre, abrazándose con las
ramas unos a otros, como una familia. Pero igualmente me puse la capucha
celeste. Espera… ¿Celeste? ¿Por qué llevaba puesta yo la sudadera celeste?
¿Cuándo la había cogido? Me la quité de inmediato, asqueada por el hecho de
pensar en que pertenecía a una muerta.
-
¿Ocurre algo? –me preguntó el Sr.
Alexander, deteniéndose e iluminándome.
-
Nada, nada. No se preocupe.
Y seguimos un buen trecho hasta llegar a una
caseta de madera, la chimenea de la cuál humeaba. Me detuve un momento a
mirarla, asociándola a varias películas de terror y sintiendo un escalofrío
recorrerme por completo –esto segundo se debía al frío-.
-
No tengas miedo –me dijo el anciano,
riendo. Yo me sorprendí por el comentario, creyendo que me había leído la mente
y sintiéndome avergonzada.- ¿No te han dicho ya que el sonido del viento en
este bosque es como el de los fantasmas?
-
¿Eh? –me sorprendí, reparando en que,
en efecto, se oía el ulular del viento entre los pinos.- ¡Ah! No tengo miedo.
No se preocupe.
Por dentro, tal y como había imaginado, la
casita era un tópico de las películas de terror que había visto años atrás,
ambientadas en bosques tétricos habitados por leñadores sospechosos: suciedad,
muebles de madera sin vida, utensilios de caza y “trofeos” colgados de las
paredes. Con eso lo digo todo, creo. Además, el mero hecho de pensar en cómo
sería el baño o el cuarto del Sr. Alexander produjo en mí una mezcolanza de
asco, repulsión y pena por el anciano. Bueno… no tan anciano. A penas me
atrevía a respirar –pues mis fosas nasales se cerraban de forma automática- o
moverme mucho por allí, casi convencida de que el polvo podía devorarme viva o
tragarme para llevarme a una dimensión desconocida de la cual jamás podría
salir. Lo sé. Parecen tonterías, pero es que ni siquiera me adentré más de dos
pasos en aquel lugar por miedo y repugnancia, no pudiendo evitar encogerme,
abrazándome con ambos brazos, y mirar a todas partes, siempre en guardia.
-
¿Cómo va la mudanza? –me preguntó él,
dejando un bidón rojo de cinco litros de gasolina sobre la mesa, creando una
nube de polvo que me hizo retroceder. Yo la cogí, aguantando la respiración,
mientras lo veía llevar otro bote y el hacha bajo el brazo. Y me sonrió,
esperando una respuesta e iluminándome con el farolillo inquisidor.
-
Me va bien –comenté, agarrando con
fuerza el barril y saliendo por la puerta delante de él, con prisas.- Solo me
queda el desván –concreté, viendo que él pedía algo más de información con su
mirada clara y abierta.
-
¡Espera, Ann! –me detuvo entonces,
saliendo de la casucha con la sudadera celeste en la mano.- Te dejabas esto…
-dijo, aunque pronto calló al ver mi expresión, algo desencajada, creo.
En la parte interior de la sudadera, abierta
por el cuello, pude ver, consternada, como se formaba ese símbolo revertido que
tanto me inquietaba, ocupando toda la
espalda. Estaba gravado en sangre.
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