A primera hora, me encontraba frente el
edificio que hacía la función de ayuntamiento, biblioteca y archivo en el
pueblo. ¿Por qué estaba allí tan temprano? Pues por una buena razón: descubrir
quién era la chica de la sudadera y qué quería de mí. Así que mi destino era el
archivo, sin duda. Estaba segura que era ella la que murió tres años atrás, en
el lago.
Al regresar a casa la noche anterior,
temblorosa y algo asustada, había intentado quitar aquella “marca” de la
sudadera celeste. Pero no se iba, no podía quitarla de ninguna manera y,
nerviosa y acelerada como estaba, no había podido dormir. Me había pasado la
noche en vela, dibujándola en bosques, bajo el agua, sentada en el porche,…
pero no había podido retratar su rostro ni una sola vez en todos aquellos
dibujos a carboncillo, faltos de color y demasiado sombríos. Debería haberme
centrado en pintar los paisajes para novelas ajenas. Al fin y al cabo, yo ya
había perdido mi “chispa”, mi musa. Toda mi inspiración se había desvanecido como
un copo de nieve al llegar la primavera. Ya había escapado de su jaula para
volar libre por un cielo azul y brillante distinto a este, tan gris que no deja
ver el sol nunca.
Así que, continuando con la historia, me
adentré en el edificio, con las marcas del sueño y las gafas medio caídas sobre
mi tabique nasal, y dejé atrás aquella niebla húmeda y helada que reinaba en el
pueblo y no quería soltarme, tan espesa y abundante que se alzaba un metro
sobre todo Deadwords, impidiendo ver dónde pisa una.
Allí, en el hall, parecía no haber nadie,
por lo que decidí seguir las indicaciones del plano del edificio para llegar al
archivo, aunque tampoco me hacía falta porque siempre está en el mismo sitio,
más o menos, en el sótano. Nunca le he visto la lógica a eso porque… ¿no se van
a humedecer así los documentos? No me extraña que se pierdan cosas, y más allí,
en Deadwords, donde la humedad es un vecino más al que todos saludan. O esa fue
mi impresión al echar el primer vistazo, sintiendo el frío en el cuerpo y
oliendo el moho, procedente de todas y cada una de las estanterías del lugar,
situadas a ambos lados, y dejando frente a mí un largo pasillo hasta un
escritorio situado al fondo, iluminado únicamente por una lámpara de luz
anaranjada y tenue. Pero no veía a nadie.
-
¿Hola? –voceé, oyendo como el
silencio se tragaba mi saludo.- ¡¿Hay alguien?! –pregunté, recorriendo el
pasillo central mientras buscaba al encargado entre las estanterías. Pero nadie
respondía.
Me acerqué al escritorio inundado de papeles
y carpetas marrones, y miré hacia las escaleras para ver si alguien había
acudido a mi llamada. Tenía la sensación de ser observada pero no sabría decir
quién exactamente pues solo vi como una sombra desaparecía entre unas
estanterías lejanas.
-
¿Hola? –repetí, mirando los pasillos
de la derecha y buscando la sombra. Y tuve un escalofrío al pensar en la sombra
asesina del cuchillo intentando apuñalarme bajo el agua.
De repente oí algo a mis espaldas y me
volví, asustada, viendo un ratón esconderse bajo una cajonera, seguramente
metiéndose en su agujero de la pared. «A saber cuánto papel ha comido ya.»,
pensé, relajándome, respirando profundamente y con una mano sobre el pecho,
notando cómo latía aceleradamente mi corazón. Aun así, yo seguía recordándome
lo ilógica que era pensando que un fantasma quería matarme, es más, pensar que
existían era una soberana tontería.
Me volví y choqué contra una pila de
documentos que antes no estaba allí, haciendo que todos se esparciesen por el
suelo y dejándome ver al encargado del archivo.
-
¡¿Dylan?! –me sorprendí, frunciendo
el ceño.- ¡¿Pero cuántos trabajos tienes?!
-
Varios –me contestó tranquilamente,
medio sonriendo mientras se agachaba a recoger los documentos dispersados.
-
D-deja que te ayude –me ofrecí,
recogiendo papeles mohosos sin esperar una respuesta.
-
¿Qué haces aquí? –demandó, cogiendo
el grueso de carpetas que yo había recogido y dejando todo el conjunto sobre la
mesa, quedándome alucinada al ver que aún cabía algo allí, donde no se veía la
madera y un viejo teléfono estaba a punto de caerse, cediendo lentamente a la
gravedad.
-
Busco algo –respondí, evitando dar
explicaciones sobre mis paranoias y mis fantasías, y él se rió.
-
Todos buscan algo cuando vienen aquí.
-
Ya… Supongo.
-
¿Pero? –medio rió, arqueando una
ceja.
-
No sé por dónde empezar –confesé,
mirando lo vasta que era la habitación y los montones y montones de papeles que
se amontonaban hasta la altura de mi ombligo.
Lo miré, de reojo, por encima de las gafas,
observando su tranquilidad y… y ya está. Sólo lo miraba, entretenida, mientras
estábamos en silencio y me deleitaba con cada onda de su cabello y con cada una
de las líneas que delimitaban su cuerpo y sus facciones. Estaba segura de que
algo en él se me pasaba, algún punto que me desagradaría y haría que dejase de
mirarlo.
-
¿Llevas gafas? –me preguntó él
entonces, algo sorprendido.
-
¡Ah, sí! –me puse nerviosa,
quitándomelas con las manos avergonzadas y temblorosas, haciendo que se me
cayesen.- Son sólo pare leer… he olvidado quitármelas –casi tartamudeé mientras
me acuclillaba a recoger las lentes. «¡Tierra, trágame!», pensaba, imaginando
que él se estaría riendo mentalmente de mí.
En ese momento, sus manos, más rápidas que
las mías, cogieron mis gafas. Él se arrodilló ante mí y, embelesándome con sus
oscuras pupilas, me las volvió a poner. Y, aunque el acto reflejo de mi cuerpo
fue contraerse y contener la respiración, mi corazón se aceleró en respuesta al
roce de sus yemas contra mis mejillas, encarnecidas, y mi pelo, que colocó
delicadamente tras mis orejas, como pretendiendo no tocarme.
-
Estás muy guapa con ellas –me aduló,
en una especie de murmullo audible y encantador. Sentí una punzada en el pecho
y noté como la sangre de mi cara comenzaba a hervir, poniéndome colorada.
Y, de repente, me caí. No fue un bajón de
tensión –aunque no estoy segura- pero el hecho es que perdí el equilibrio y me
quedé sentada en el suelo. Fue una caída muy tonta y, a la vez, el momento más
vergonzoso de toda mi vida. No por lo ridículo de mi caída, sino por lo que
había dado a entender con ella.
-
Lo siento, Ann –se disculpó Dylan,
levantándose, y, arrepentido por haberme tocado, se alejó al instante de mí,
manteniendo las manos a su espalda.- No quería hacerte sentir…
-
… ¿incómoda? –terminé su frase,
incorporándome solita y limpiando el polvo de la parte trasera de mi chaqueta.
-
Sí –se entristeció, moviendo los
brazos y apretando los puños, sin saber qué hacer. El dolor reflejado en sus
ojos había que me sintiese mal conmigo misma… Muy mal.
-
No ha sido culpa tuya –negué con la cabeza,
acercándome un poco y sonriéndole.- Solo he perdido el equilibrio –le informé,
cogiéndome las manos por detrás y haciendo que él se quedase mudo unos
instantes.
-
Ah –cayó en la cuenta.- Vale. Creía
que…
-
No importa –lo disculpé.- La rara soy
yo así que//
-
¡No eres rara! –me interrumpió,
poniéndose nervioso.- Eres torpe y un poco impulsiva –A mí se me subieron los
colores.- pero NO-ERES-RARA –remarcó, clavándome los ojos y cogiéndome por los
brazos, un poco agachado para estar a mi altura.
No sé si reparó en ello pero se quedó a
menos de cinco centímetros de mí, haciendo que pudiese sentir su aliento en mis
labios. Mi corazón se había acelerado de nuevo, estaba nerviosa, y no dejaba de
temblar mientras pensaba: «Di algo, Ann. Muéstrale tu elocuencia.»
-
Quiero saber quién vivía en mi casa
antes que yo –le solté, diciendo lo primero que se me pasó por la cabeza
mientras cerraba los ojos.
«Eres idiota», me dije a mí misma,
arrepentida, mientras abría los ojos y veía a Dylan remover los papeles del
escritorio, sin mirarme y dándome la espalda.
En momentos como aquel me habría gustado
tener el poder de leer la mente, aunque me habría conformado con conocer un
poco mejor la mente ajena, ser un poco más empática. Pero aun siendo tan dura
de mollera como una piedra supe ver que él se sentía rechazado, algo muy normal
conmigo.
-
Dylan… -quise disculparme, aun sin
tener un motivo concreto.
-
Te llamaré cuando encuentre algo –me
informó, usando un tono monocorde y mirándome con una expresión fría, distante.
Eso hizo que, si cabe, me sintiese peor.
Pero yo, empecinada con disculparme, me
acerqué a la mesa y, cogiendo papel y bolígrafo, le apunté mi número de móvil.
Y, a continuación, haciendo de tripas corazón, así sus manos cálidas y puse el
papel entre sus palmas.
-
Esto… -tanteé, sin saber qué decir
exactamente. Me temblaban las manos y notaba como me estaban entrando
taquicardias y sudores fríos. No las tenía todas conmigo pero, parece mentira,
me calmé cuando Dylan me apretó tiernamente las manos. Le miré a los ojos.-
Muchas gracias –le sonreí, y luego me fui corriendo, con prisa y el corazón
acelerado, hacia fuera. Recé para que él no me siguiese y, como mínimo, se
quedase allí, parado y boquiabierto.
Estar mucho tiempo con Dylan no me convenía.
Me ponía demasiado nerviosa y, lo más extraño de todo, comenzaba a
acostumbrarme a él. Mi mente seguía apartándolo de mí, como a todos los
hombres, pero mi cuerpo sentía esa especie de tensión sexual-emotiva que había
entre nosotros. Mis reacciones con él eran diferentes e inesperadas. Casi me
sentía atraída por él en muchos sentidos, aunque mi mente me decía que
acercarme a ese hombre era peligroso. Al fin y al cabo, no sabía nada de él y,
según mi opinión, tampoco el susodicho me explicaría nada de su vida motu proprio.
Sin un motivo concreto, me subí en mi 4x4 y
agarré el volante con fuerza, mirando hacia delante y viendo solo la niebla,
que se había espesado y no me dejaba ver más allá del parachoques.
Miré, entonces, la sudadera celeste que la
noche anterior había dejado en el coche y, ahora, reposaba calmosamente en el
asiento trasero, como mirándome a través del símbolo sangriento de su interior.
«Si lo ignoro, desaparecerá», pensé, siguiendo consejos aliados. Es una regla
simple, la verdad, pero difícil de seguir, y más cuando algo te produce
curiosidad y, además, es tangible. Tan sólido como las otras dos partes del
enigma: los colgantes. Uno del derecho y otro del revés, uno con un rubí y otro
con un zafiro, pero ambos igual de inquietantes pues, lo acepte o no, llegaron
a mis manos en circunstancias extrañas, en sueños muy reales.
Decidida a trabajar un poco, aparqué en la
salida del pueblo, retratando a carboncillo las dos esquinas que custodiaban la
entrada de la calle principal: la gasolinera y el supermercado de Susan.
Deadwords sería un buen ambiente para aquellas novelas donde mi nombre
aparecería en segundo lugar, pero a veces era demasiado siniestro. No solo por
las miles de presencias que sentía, sino también por la gente pues, a parte de
las cuatro personas multicolor, en todos predominaba el gris sucio de la
monótona lluvia. ¿Qué hacían allí si no les gustaba su vida? Cualquier lugar
más soleado que aquel, como Arizona, por ejemplo, les cambiaría seguramente el
humor porque, por regla general, mucha lluvia amarga a la gente, como los
pepinillos en vinagre.
Un fuerte ruido me sobresaltó: alguien
picaba la ventanilla del conductor. Volví a mirar mi boceto y descubrí que, del
susto, lo habría rayado de arriba a abajo. Miré, enfadada, a mi izquierda y vi
a Susan, sonriéndome amablemente.
Aquel día llevaba dos trenzas, una a cada
lado de la cara, que la hacían parecer más joven.
-
Buenos días, Ann –me sonrió,
levantando una bandeja con un vaso de café y unas rosquillas azucaradas.-
¿Quieres desayunar? –me preguntó, ofreciéndomela mientras yo bajaba la
ventanilla.
-
Wow… -me sorprendí, dejándolo todo en
el asiento del copiloto.- Gracias –dije, cogiendo la bandeja.
-
¿Te puedo preguntar qué haces aquí
parada? –curioseó, mirando mi cuaderno de bocetos y apoyándose en la puerta.-
Llevas aquí un buen rato.
-
Sólo dibujaba –respondí, dándole un
sorbo al café caliente.
-
¿Has venido hasta aquí solo para
dibujar? –indagó un poco más, en su típico tono maternal.
-
En realidad había venido a buscar
algo en los archivos, pero ha sido infructuoso –confesé. Nada de lo que hacía
era secreto o ilegal, ¿verdad?
-
Vaya… Llevo muchos años aquí, ¿sabes?
–me informó, mirando su supermercado.- Talvez pueda ayudarte.
-
Talvez… -sopesé, dejando el café en
el posavasos.
-
¿Y bien? –me preguntó, apoyando la
cabeza sobre los antebrazos y mirándome fijamente, ansiosa de cuchicheos.
-
¿Sabes algo de la chica que murió en
el lago? –le pregunté, mirándola y viendo como se le cortaba la respiración.
-
¿La de hace tres años? –se aseguró.
-
Aha –afirmé, un poco confusa por la
pregunta. ¿Qué otra chica podrá ser? ¿Acaso había muerto alguien más en mi
casa? Creo que me quedé con el ceño fruncido.
-
Ven conmigo –me ordenó, abriendo mi
puerta y casi sacándome a rastras del vehículo.
Susan me llevó hasta la parte trasera del
supermercado, un lugar extraño. Todo estaba iluminado únicamente por unas
cuantas velas rojas repartidas por la estancia. En el techo había montones de
caza-sueños, de todos los tamaños y colores. Y, frente a mí, en el centro de la
estancia, había una mesa de pie, redonda y con un mantel de terciopelo rojo.
Sobre esta había una ouija que me
puso los pelos de punta.
-
¿Qué es esto? –me sorprendí,
quedándome parada en el sitio.
-
Esta es mi otra profesión, Ann –me
respondió la india, sentándose frente a la ouija.-
Esto es lo que realmente soy. -«¿Bruja? Por favor, deja esta broma»- Siéntate,
por favor.
Le hice caso y, en cuanto ella alargó las
manos sobre la mesa para que le diese las mías, se las di. No sabía qué quería
hacer ella pero le brindé mi confianza, observando atentamente como cerraba los
ojos y respiraba profundamente, concentrándose.
-
Ann –me dijo.- Cierra los ojos y dime
qué ves.- Los cerré…
-
Nada.
-
Concéntrate –me animó, apretando mis
manos.
-
Ya lo hago pero…
-
¿Ann?
De repente, noté como si ella ya no
estuviese allí, como si ya no aferrara mis manos y, con ello, me hubiese dejado
caer en un profundo agujero del que no podía salir. No veía nada y, de repente,
luz, el bosque cercano a mi casa. No podía dejar de correr, estaba huyendo. ¿De
qué? No lo sé. Estaba asustada, jadeante y no podía mirar atrás. Si lo hacía,
tenía la sensación de que moriría. Algo me perseguía. ¿El hombre del cuchillo?
No podía dejar de correr. «¡Que alguien me ayude!», intentaba gritar, pero las
palabras no salían de mis labios. Sentía ansiedad, el corazón bajo la lengua y
mi cuerpo pesado como el plomo, como si estuviese rellena de metal, rellena de
miedo, amargo y desagradable. «Dios… Tengo ganas de vomitar», pensé,
deteniéndome y cayendo al suelo. No me podía mover.
Y, de repente, noté como si una brisa, fría
y tajante, me atravesase el pecho, como un cuchillo.
-
¡Ann! ¡Ann! –gritaba la voz de Susan,
zarandeándome violentamente.
Abrí los ojos y la miré. Estaba asustada,
ella tenía miedo en los ojos. Y yo me sentía igual. ¿Qué había pasado? ¿Qué
había sido eso? ¿Me lo había hecho Susan?
-
T-tengo que irme –dije de repente,
levantándome y saliendo por la puerta hacia el supermercado.
-
Pero Ann… -intentó replicarme ella,
persiguiéndome.
-
No sé qué me has hecho pero no quiero
repetirlo –me enfadé, girándome hacia ella y deteniéndola a dos metros de mí.
En esos momentos estaba realmente reacia al contacto humano.
-
Ann, creo que algo te persigue –me
hizo saber, muy seria.- Ten cuidado y deja de meterte en asuntos que no te
incumben.
-
No creo que sea eso lo que me pasa,
pero gracias.
Y me fui, corriendo, para subirme al coche e
irme a casa. Me sentía incómoda. Tenía un malestar en el cuerpo que no me
dejaba en paz. Incluso al llegar a casa estaba como angustiada, sin ganas de
nada. Solo quería dormir, estirada sobre la alfombra y frente a la chimenea
encendida. Dormir…
-
¡¿Ann?! ¡Ann! –Oía una voz lejana,
llamándome. No sabía quién era pero tenía la sensación de que debía despertar y
responder a la llamada, aunque seguía teniendo sueño.
Abrí pesadamente los párpados y me sorprendí
al notar el aire frío en la cara y la humedad en los pies, el agua…
Miré mis piernas y vi que las tenía metidas
en el agua del lago. ¿Qué hacía yo sentada en el muelle? ¿Qué hacía allí?
-
¡Ann! –me llamó de nuevo la voz, y vi
que era Roger, con su lancha. Venía hacia mí con cara de preocupación.
Aquella fue la primera vez que vi toda la
inmensidad del lago. No había niebla y el agua era de un color azul intenso
aunque reflejaba, a trozos, el gris perla del cielo nublado. Parecía que aquel
día no iba a llover.
Volvía mirar a Roger cuando atrancó en mi
muelle, sin moverme del sitio. Casi no sentía las piernas del frío y, en vez de
sentirme angustiada o asustada por no saber cómo había llegado allí, me sentía
aletargada y algo confusa, perdida. Los párpados me pesaban y notaba como mi
cuerpo se balanceaba, jugando con la gravedad. Adelante, atrás, adelante,
atrás. Cada vez más cerca del agua y, de repente, noté como caía al agua,
aunque me quedé colgada en el aire, sujeta por los brazos de Roger, que me
preguntaba por mi estado y desvariaba acerca de si era sonámbula o que estaba
cansada.
Entonces, mi mente reparó en el contacto de
su cuerpo contra el mío y, por acto reflejo, lo aparté de mí y, al intentar
alejarme corriendo para calmar mis nervios, mis piernas fallaron y caí al
suelo, quedándome sentada. Tenía las piernas dormidas del frío.
-
¿Estás bien, Ann? –me preguntó Roger,
volviéndome a coger para mantenerme en pie. «Cálmate, Ann. Sólo es Roger», me
decía a mí misma mientras sentía como mi cuerpo se tensaba y me mareaba.- ¿Qué
estabas haciendo? –se preocupó, mirándome a los ojos.
-
Tengo las piernas dormidas –dije, aún
un poco desorientada.
-
Eso ya lo veo –me dijo.- Hace mucho
frío.
-
No sé cómo he llegado aquí.
-
¿Qué?
-
Me he quedado dormida y…
-
¿Eres sonámbula?
-
No –negué, apartándome de nuevo de él
pero esta vez manteniendo el equilibrio.- Al menos, hasta ahora…
Gracias a que Roger se fue en seguida,
aconsejándome ir a ver un médico, pude concentrarme de nuevo en lo que quería
hacer: dormir. Me dolía la cabeza y sentía que el cuerpo me pesaba como el
plomo. Casi no era consciente de lo que hacía pero conseguí llegar a mi cama,
aunque pronto me levanté para ir al baño y tomarme un paracetamol.
De repente, los ladridos de Donatello me
despertaron y me vi, sentada en el suelo del baño y con un cuchillo en la mano.
¿Había estado a punto de…?
-
¡Dios mío! –chillé, soltando el
cuchillo de cocina y mirando a mi perro, que parecía nervioso y ladraba.- Ya
está, Donatello –lo calmé, acariciando su cabeza y viendo que tenía un pequeño
corte horizontal en la muñeca. No era muy profundo pero podría haberlo sido.
Me sentí muy inquieta y asustada. ¿Cómo
había cogido el cuchillo? ¿De dónde lo había sacado? Tenía tanto sueño que a
penas podía mantener los ojos abiertos. Cada vez que los cerraba, Donatello me
ladraba, en guardia. Y se lo agradecí, levantándome y yendo a mi habitación.
Pasé, como pude, unas cuerdas por debajo del
colchón y me metí en la cama, atándome. Si era sonámbula, cosa que dudaba, no
podría desatar ese nudo sin despertarme.
-
Donatello –ordené a mi perro, que se
estiró a mi lado en la cama y puso su cabeza bajo mi palma.- Si ves que hago
algo raro, ládrame, ¿vale? –le sonreí, rascándole tras una oreja. Y él gruñó,
afirmando.
Oía los ladridos de Donatello, pero eran tan
lejanos que no estaba segura de que fuese él. Lo oía como amortiguado, como si
estuviese bajo el…
-
¡Agua! –voceé, levantándome y
respirando entrecortadamente, jadenado.
¿Qué hacía en la bañera? ¿Cuánto rato había
estado bajo el agua caliente? Todo era muy extraño y estaba muy asustada. Oía
los ladridos desesperados de Donatello y corrí a ver qué le pasaba, medio
resbalando por el pasillo hasta mi habitación.
-
Donatello –lo llamé, viéndolo atado a
la pata de la cama con las cuerdas con las que me había atado yo.- ¿Yo te he
hecho esto? –me apené, desatándolo. Se lanzó sobre mí y comenzó a lamerme la
cara, contento de que volviese a estar despierta.
Tenía tanto sueño y, aun así, me abofeteé la
cara, con tanta fuerza que me hice demasiado daño. Volví a atar a Donatello y
me lo llevé a rastras hasta mi todoterreno, metiéndolo en la parte de atrás.
Luego me subí yo y arranqué, a toda mecha, hacia el pueblo. Solo había una
persona capaz de ayudarme en esos momentos.
-
¡Susan! ¡Susan, abre! –la llamaba
mientras aporreaba las puertas de su supermercado. Sabía que ella vivía allí,
tenía que estar allí.- ¡Susan! –volví a llamarla, viendo como una luz se
encendía en la parte trasera y aparecía ella, con una bata gruesa y cara de
sueño. Eran las dos de la mañana.
-
¿Ann? –se extrañó ella, abriendo la
puerta y observando mi aspecto (iba únicamente con un camisón y una chaqueta).-
¿Qué te ha pasado?
-
Necesito tu ayuda –le espeté, ansiosa,
y la cogí de los hombros.- Llevo todo el día sin saber exactamente dónde estoy.
Tengo lagunas y me quedo dormida todo el rato.
-
Ann, Ann –me calmó.- Tienes que ir al
médico –me dijo, mirando el pequeño corte de mi muñeca.
-
No, Susan –negué, acercándome más a
ella. En aquellos momentos no me importaba el contacto con otra persona, estaba
demasiado asustada y temblorosa.- Tenías razón.
-
¿Qué?
-
Algo casi me obliga a cortarme las
venas –medio susurré, provocando en ella un temblor nervioso.
-
Como aquellas chicas… -musitó,
temblando.
Entonces un crash, seguido de ladridos hizo que me volviese, viendo a Donatello
salir por la ventana trasera del 4x4 y corriendo carretera abajo, hacia el
camino que llevaba a casa.
-
¡Donatello! –grité, desesperada,
mientras corría tras él, subiéndome al coche.
Por muy rápido que conducía, no conseguía
alcanzarlo. No sabía cómo iba a detenerlo pero tenía que hacerlo. Parecía ido,
como persiguiendo algo. Nunca lo había visto tan agresivo. Jamás. Corría tanto
aún con una pata mal…
Súbitamente, se lanzó al bosque y lo perdí de
vista. No lo seguí sino que continué unos metros más hasta aparcar en casa y
salir del coche, dispuesta a perseguirlo a través del oscuro boscaje.
-
¡Donatello! –lo llamé, pero no venía.
Podía oír sus ladridos de desesperación, errantes.
Quise ir tras él pero alguien me llamó y me
detuve, girándome. Dylan corría hacia mí, preocupado.
-
¿Dylan? –me extrañé. Él llegó hasta
mí y se detuvo, jadeando.- ¿Qué haces aquí?
-
Iba hacia casa y he visto a tu perro.
-
¡¿Has visto a Donatello?! –me
ilusioné.- ¡Tienes que ayudarme a buscarlo! –rogué, cogiéndole las manos. Pero
él negó con la cabeza.
-
Ni hablar. Tú te quedas aquí mientras
voy a buscarle.
-
Pero// -quise rechistar.
-
El bosque es muy peligroso de noche
–me cortó.- Te perderías.
Y se fue, corriendo, mientras yo me quedaba
en la línea de piedras que delimitaba el terreno de mi casa, asustada. La
mirada fría y dura de Dylan me había sorprendido.
Sufría por Donatello. Dylan ya se había ido
quince minutos atrás y había dejado de oír ladridos. ¿Qué estaba persiguiendo
mi perro como para ponerse así? ¿Acaso iba tras aquel alguien de quien Susan me
había avisado? ¿Iría tras un fantasma?
De repente, noté un escalofrío en la espalda
y una respiración fatigosa que me resultaba familiar. El miedo me caló y me
quedé rígida. ¿Qué era? ¿Me había quedado dormida de nuevo? Miré de reojo hacia
el cobertizo, de donde me venía aquella brisa helada, y vi una sombra tras él,
que me asustó. Apreté los puños y me hice daño, clavándome las llaves del coche
en los dedos. ¿Era quién yo creía?
En efecto, de detrás del cobertizo, apareció
el hombre con el cuchillo sangrante, que parecía contento de verme. Estaba
soñando otra vez, ¿verdad? Aquello no era real. Junté las manos e intenté
cerrar los ojos, pero no podía. No podía dejar de mirarlo fijamente,
ojiplática.
Él se acercaba lentamente hacia mí,
contento. Y yo seguí rezando para hacerlo desaparecer. Estaba segura de que, en
mi sueño, me había parecido real porque, en efecto, había sido un sueño. Pero
ahora era solo un fantasma y no podía hacerme nada.
Levantando el brazo del cuchillo, la sombra
me lo lanzó, y noté como pasaba rozando mi mejilla, que se quedó dolorida.
Instintivamente, levanté mi mano temblorosa y toqué el lado derecho de mi cara,
donde había un pequeño corte sangrante. ¿Era de verdad? ¿Realmente no era un
sueño?
Él dio un paso más hacia mí y las piernas se
me desengancharon del suelo, dejándome salir corriendo hacia mi coche. Abrí la
puerta sin dificultad y me metí dentro, encerrándome. No podía dejar de
temblar. ¿Dónde estaba Dylan? Necesitaba ayuda y él era el único que podía
salvarme. Notaba otra vez aquel olor putrefacto, denso y pesado, que desprendía
la sombra. Estaba cerca de mí, lo notaba. Era cuestión de segundos que me
encontrase. Seguramente rompería el cristal y me sacaría a rastras del 4x4 para
después matarme. No. No quería morir allí. «¡Dylan!», pensaba, con lágrimas en
los ojos «¡Ven a ayudarme!».
Y la puerta del piloto fue arrancada, así,
de un tirón del hombre del cuchillo. No pude evitar chillar, retrocediendo y
cayendo a los pies del asiento del copiloto. Él me agarró la pierna y tiró de
mí. Intenté hacer fuerza pero era en vano. «¡No!», gritaba continuamente,
cogiendo cosas que tenía a mano para tirárselas, pero todo lo atravesaba y
desaparecía, como si estuviese hecho de petróleo, denso y oscuro.
Entonces, noté algo debajo de mi mano: unos
de los colgantes. Algo en mi interior me dijo: «Tíraselo». Y lo hice,
lanzándole el colgante revertido en la cara sin rostro. Seguidamente apareció
una luz y la sombra produjo un alarido, evaporándose en la nada. Desapareció,
sin dejar rastro, y me quedé sola.
Cautelosa, salí del coche y cogí el
colgante, que estaba en el suelo. El zafiro refulgía tenuemente, pero luego se
apagó y lo guardé en un bolsillo de la chaqueta, por si la sombra volvía.
-
¡Ann! –me llamó Dylan entonces,
corriendo hacia mí.- ¿Qué le ha pasado a tu coche? –se sorprendió, observando
la puerta arrancada, que estaba a pocos metros de mí.
-
A-algo me ha atacado –gimoteé.- Dylan
–lloré, con la voz temblona.- He pasado mucho miedo –rompí a llorar, y el vino
corriendo a abrazarme, aunque se paró. Pero yo lo abracé a él, apretándome
contra su pecho.- He tenido mucho miedo…
-
Ya pasó, Ann –me calmó.- Siento no
haber estado aquí.
-
¿D-dónde está Donatello? –le
pregunté, apartándome y sin dejar de temblar.
-
Lo ha atado en el porche pero, Ann…
-
¿Qué? –me asusté.
-
… tu perro tenía esto en la boca –me
explicó, mostrándome una muñeca de ojos azules y cabello borgoña que se parecía
a mí.
-
¿Qué es esto? –me asusté, soltando la
muñeca. Él la cogió antes de que se cayese.
-
Vudú –confesó.- Alguien lo utilizaba
para manipularte, creo.
-
Dios… -lloriqueé, tapándome los
labios con ambas manos.
-
Pero no te preocupes –me consoló. Me
desharé del muñeco para que no te pase nada más –me sonrió, acariciando mi
mejilla herida tiernamente.- Ahora puedes dormir. –Y se fue hacia el bosque,
desapareciendo entre la densa niebla.
Pero no me quedé a mirar cómo se iba. Corrí
hacia el porche trasero y allí estaba Donatello, sentado y tranquilo.
-
¡Donatello! –lloré, abrazándolo.-
¿Dónde te habías metido, perro tonto? –No podía parar de llorar, y él me lamía
la cara, contento.- Vamos a dentro –le
dije, desatándolo y abriendo la puerta que daba a la cocina.
Tranquila, me estiré en la cama y cerré los
ojos. Donatello se había quedado abajo pero, extrañamente, no me sentía sola.
Tenía una cálida sensación en el pecho y notaba como si tuviese una mano tierna
y dulce sobre la cabeza, acariciándome e instándome a dormir. No me costó
demasiado.
-
Dylan –suspiré, mirando sus ojos
verdes arena mientras él me acariciaba el rostro. En su expresión veía amor,
paz, calidez,…
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Te quiero, Ann –me dijo, besándome
tiernamente los labios mientras yo volvía a cerrar los ojos para dormir,
abrazada a él.
Aquella fue la primera noche que soñé con
Dylan y, por inverosímil que parezca, no me molestó su “contacto”.
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